Mi abuela decía que para aprender el idioma de un país, bastaba con beber el agua de ese lugar. Con esa imagen se refería a lo que hoy llamamos “inmersión total”. El compartir un territorio es una de las principales motivaciones a hacerse entender, es exactamente eso a lo que llamamos convivencia; la vida juntos. Esa es la raíz de todo el trabajo en el tema de la educación cívica: la conciencia del destino compartido y de la mutua responsabilidad.
La pandemia que estamos enfrentando ha sido un severo maestro en esa materia y hemos resultado ser pésimos alumnos que no acaban de entender la lección, sin importar que mirar a Europa sea como poder ver el futuro.
El acto íntimo de respirar el mismo aire, que encuentra su apoteosis lo mismo en la resucitación boca a boca que en un beso, es también una realidad política y esto en más de un sentido. La atmósfera compartida es el gran reto a resolver por estos días. Inhalar y exhalar en compañía de los demás se ha convertido en una nueva versión de la ruleta rusa, una en la que las balas están hechas del humano instinto por socializar.
Pero eso no es nuevo, lo único novedoso es lo inminente de sus resultados. Una buena parte de la agenda del medioambiente tiene la misma lógica: al contaminar no estás tomando una decisión cuyos efectos nocivos se detienen en tu persona, sino que el impacto se distribuye en círculos concéntricos que pueden irradiarse mucho más lejos de lo que imaginamos. La gran diferencia con lo que hoy vivimos por el covid-19 ni siquiera radica en la letalidad de las consecuencias, ya que son igualmente perjudiciales, lo único distinto son los plazos.
Será, literalmente, una bocanada de aire fresco si con la vacuna podemos salir de este impasse. Pero el verdadero aliento vendrá de aprender de lo vivido y adquirir la conciencia colectiva de que ni estamos solos en esta tierra, ni, como ya hemos visto, queremos estarlo.
Politóloga*[email protected]
