De este lado del mundo quizá el nombre de Recep Tayyip Erdogan quizá no parezca muy conocido. En realidad, se trata del gobernante de Turquía, como jefe de gobierno y luego como jefe de estado ya con la friolera de veinte años en el poder. Hoy, y quizá lo logre en una segunda vuelta electoral el próximo día 28, seguirá ejerciendo el mando en una nación cuya población es poco menor a la nuestra, pero con la conflictiva situación de ubicarse estratégicamente entre los mundos oriental y occidental, y que quizá cubre intereses de este último a través de la OTAN, lo que le beneficia internacionalmente. Erdogan sabe para qué es el poder y lo ha ejercido sin cambiar su política ciento por ciento populista en la que enarbola la bandera del nacionalismo acendrado, que se ha empeñado a lo largo de dos décadas en vincular a su estilo a millones de turcos a base de “ayudas”, que consigue ya abatir casi totalmente a los medios de comunicación que le entorpecen, que se adueña de la Constitución y de sus leyes con un parlamento muy a su favor, controla el Poder Judicial y, en suma, hace lo que le viene en gana mientras que sus opositores también crecen pero son (oh sorpresa) tan diversos y divergentes que no encuentran la forma de vencerlo. Apenas surge un barrunto de esperanza ahora ya que por un candidato carismático de alguna manera obligaron a Erdogan a jugar la segunda vuelta. Esta vez, quizá sería hasta una sorpresa que éste perdiera. En fin, para muchos es el claro ejemplo de una más de las dictaduras perfectas del mundo, construida durante todos estos años en los que, como él, piensan, como argumento, que aún les faltaría tiempo para consolidar en Turquía lo que acá llamarían una transformación.
En el peor de nuestros pensamientos se encuentra que en México suceda algo similar. Sin embargo, hay que hacer de cuenta que pasan los años y que en un futuro cercano un régimen logra de nueva cuenta (como el PRI durante tantas décadas), mantener el poder a base de todas esas estrategias que parecen repetirse tal cuales, casi casi como una receta, para conformar gobiernos autárquicos, plenipotenciarios, con la perspectiva infame del autoritarismo que se ejerce para socavar el pensamiento contrario, con amedrentar a los partidos opositores que de por sí no tienen en esencia nada o casi nada en común, o dominar sin recato a los legisladores, imponer ley tras ley, decreto tras decreto, disposiciones que parten de la voluntad personalísima del gobernante, buscar a toda costa exterminar contrapesos, tratar de obligar a romper la estructura de la división de poderes, aunque se quebrante todo equilibrio. Y es que el caso de la pugna desatada contra la presidenta de la Corte, Norma Piña, no tiene igual en la historia, lo mismo que las injurias frecuentes contra casi todos los ministros, con acusaciones de todo para echar abajo su confiabilidad y valores, desvirtuar su función, descomponer socialmente su imagen y, ahora, con la novedad de pretender someter a “consulta popular” si deberían ser electos sus integrantes, no para democratizar precisamente sino para buscar la rendija de ejercer el control.
¿Cómo creer en el sentido demócrata de un gobernante que condecora dictadores como el presidente de Cuba? ¿cómo entender su gran simpatía por quienes disuelven congresos porque les contradicen? ¿cómo estar convencidos del supuesto respeto a la “autodeterminación” de los pueblos cuando se practica abiertamente injerencismo en Perú y otras naciones? Pero, sobre todo, ¿cómo creer que se sientan las bases para una verdadera democracia cuando el gobernante sólo busca preservar el poder a través del unipartidismo, de las elecciones de Estado, de la abierta campaña pública a favor de sus seguidores y de la defenestración de sus opositores? ¿cómo estar ciertos de una voluntad de respeto a la voluntad de las mayorías cuando se pronostica, así, públicamente, que los cambios constitucionales se darán cuando su partido obtenga en 2024 la mayoría absoluta, absoluta sí en el Congreso de la Unión? Y lo más peligroso, cuando aún le restarían unos meses para concluir su mandato. Por ello, piensa el gobernante, todo quedaría seguro si el régimen continúa intacto con una nueva presidenta o un nuevo presidente (en ese orden, o es Claudia, o es Augusto), que simplemente transfiguren en sí el poder que se siguiera ejerciendo desde Palenque.
El México postrevolucionario dejó muchas herencias que en su momento fueron producto de los enfrentamientos entre sus protagonistas pero que serían muy difíciles de aceptar en nuestro tiempo. Hoy vemos un panorama incierto como pocas veces. El país se encuentra ante un dilema de permitir el continuismo de un gobierno que también quiere perpetuidad disfrazada de transformación. Erdogan, el turco que quiere seguir tras dos décadas es en verdad un mal ejemplo, pero hoy lo quieren imitar muchos autócratas populistas que sueñan con el poder eterno. Muchos de ellos parecen lo desean así, lamentablemente incluido el nuestro.