
De las casi veinte novelas publicadas por el escritor chihuahuense Ignacio Solares (1945), Serafín es acaso la más arquetipo de todas. Tema, formato y personajes la definirían como tal, aunque una lectura al margen de significaciones, únicamente atenta a reunir lo mucho que de la vida proyecta, la apuntarían como una de las más entrañables.
Serafín (mocoso fisgón) vino a la gran ciudad a buscar a su padre. En su pueblo las cosechas eran cada vez más pobres, y pues la gente se cansa. Pero dicen que el padre no partió solo, sino que lo hizo acompañándose de la hija de Cipriano, quien ya ni sale de su casa ni trabaja de lo triste que está. Y cómo, si se llevaron a su hija. Anda pues, empujó la madre al pequeño, búscalo, toma esta carta para él y se la entregas en propia mano.
Serafín sube al camión, continuamos leyendo. Imposible echarse para atrás, volverse, acelerándose el motor antes de arrancar. “Del bolsillo trasero del pantalón sacó un billete y, tambaleándose, se lo entregó al chofer. Luego tropezó con los bultos que había en el piso, cruzó la valla de miradas y cuchillos y ocupó un asiento en las últimas filas”.
De tal empresa, una pesquisa para cualquiera prácticamente imposible de conseguir, es de la que nos habla Serafín, en realidad una constante en los diferentes cánones literarios y que Solares materializa en su particular sello, mezcla de la más desnuda realidad y el sutil develamiento de lo extraño; unidad vuelta un referente en nuestras letras, reconocida por simples lectores y estudiosos.
Nada parece casual en la narrativa de Solares y Serafín, una pieza lateral en apariencia lo corrobora. Por el contrario, todo está dictado desde otro sitio, el del matrimonio indisoluble entre normalidad y asombro. La realidad, escribió Solares en distinta página, “palpable, concreta y tan fugaz a la vez, irremediable, el río al que nunca volvemos a entrar”.
¿Cómo no reconocer entonces la sempiterna búsqueda, antes narrada en nuestra misma lengua?, ¿cómo no aprobar el formato novela corta, de tantos alcances en el mismo panorama?, ¿cómo no enumerar los tópicos otredad, sueño, iluminación, alcoholismo, orfandad, cristiandad, simbolismo y azar tan suyos, tan de nosotros los lectores, ignaciosolarianos los dos?
Cierto misterio acompañará a Serafín en su viaje a y por la gran ciudad. Un algo que lo cuida y le revela al mismo tiempo. Tenía razón el padre de Serafín (¿cómo supiste que estaba aquí?), “de tanto sentir hambre, después ya casi no se siente, aunque él lo decía del fuego, refiriéndose al infierno, no al hambre”.
Un niño frente al todo y sus inexplicables comunicaciones con los otros.
“¿Quién decía que no reconocía más patria que la infancia?”, se preguntaba Solares, de cuerpo entero, hace ya muchos años. “Despertar un día (o una noche, por lo general sucede de noche) y descubrirse para siempre exiliado del mundo, y gustar sólo de lo que gustábamos allá, entonces, en aquel otro tiempo”.
“Y por eso no salir del asombro de que el tiempo transcurra (pero si no transcurre, por supuesto, qué necedad, la ilusión es suponer que transcurre, obligarnos a creer que transcurre, porque todo está detenido en una sola imagen, en un único deseo, en el sueño aquél)”.
En Serafín, novela publicada en 1985 y, tal vez por lo mismo, raramente acompañada de la pérdida, el dolor, la devastación y el luto del terremoto en la gran ciudad, un pequeño no se dejará vencer por el plomo del sueño en la búsqueda de su padre. Eso sí, ayudado desde el territorio de los sueños por la misma madre.
“¿Tú sabías que hoy iba a ver a papá?”.
“Lo he ido sabiendo contigo. A veces temía que no pudieras verlo”.
“¿Por qué no me contestabas? Yo te hablaba y no me contestabas”.
“No cargues conmigo todo el tiempo, Serafín. Conmigo, con mis penas, con mis quejas. ¿Para qué me quieres encima de ti? Al rato me muero y si te acostumbras a llevarme dentro menos vas a soltarme”.
“Pero tú estás viva, ¿verdad, mamá?
“Sí, Serafín. Estoy viva, esperándote”.
El itinerario de un pequeño, “a veces escuchaba tu voz, papá…, yo estaba seguro de que me llamabas, a lo mejor hasta te llegaba la latida de que andaba yo por la ciudad”, en busca de su padre.
Mauricio Flores