Paul Auster (Nueva Jersey, 1947—Brooklyn, 2024) sabía que la muerte lo rondaba y que Baumgartner sería su último libro. No había vuelta atrás. No podía dedicarse a una investigación extenuante como en otros de sus títulos, ni a explorar la figura de alguno de sus autores de cabecera, eso le llevaría demasiado tiempo y sería una dificultad para el desarrollo de una obra detallada como lo hizo en 4 3 2 1 (2017) o en La llama inmortal de Stephen Crane (2021). Le convenía cerrar un ciclo literario y, para ese propósito, no iba a recurrir a algo innovador. Seguramente la palabra legado apareció varias veces en su mente. Era hora de bajar la cortina de la autoficción y despedirse, sin caer en sentimentalismos. Otro autor hubiera optado por hacer una antología de sus mejores narraciones y acompañarla de un ensayo sobre la escritura y la vida; o también le habría solicitado a la editorial que le propusieran a alguien hacer una larga entrevista con él, que terminara siendo un libro sobre cómo fue gestando su obra a lo largo del tiempo. Cabe recordar que los textos académicos lo aburrían. Cualquier relación con los llamados papers, iba a derivar en un rechazo de parte del novelista. Eso no iba con su manera de concebir la literatura.
Gracián decía que la vida se divide en tres etapas: la conversación con los vivos, consigo mismo y, finalmente, con los muertos. Auster optó por recurrir a las dos últimas etapas que señala Gracián, para enfrentar de la mejor manera posible, con la lucidez que todavía le quedaba en esas últimas estaciones.
Nerval busca en Aurelia la clave para mantener la vida “real” e idealiza el sueño como un filo de salvación; su discurso conserva la dureza del que se prepara para morir, puesto que “la misión del escritor es analizar lo que siente en las circunstancias graves de su vida”. ¿Quién puede tener la certeza que el cáncer va a darle a un enfermo una tregua para que siga escribiendo? La situación era azarosa, como la vida que ha recreado Auster en sus historias.
En una idea inicial, este libro se iba a llamar Worms por un banquete de lombrices que engulle un pájaro petirrojo en el jardín de Auster, localizado en Brooklyn. Esa imagen fue una de las inspiraciones del autor para comenzar el desarrollo de la novela, como una escena que ocurre de forma paralela a lo que viven los personajes. También pudo haberse titulado Phantom limb, en alusión al síndrome del miembro fantasma que experimenta el protagonista. Porque “casi todo el que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo, picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión se ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable”. El novelista recurre al miembro fantasma como una metáfora del dolor del profesor, ensayista y filósofo Sy Baumgartner por haber perdido a su esposa, Anna. Auster necesitaba un alter ego, y qué mejor que un viudo para acompañarlo en esta ardua tarea de cerrar ciclos.
La salvación para Auster es la viudez. ¿Qué representa la viudez en las personas? Desasosiego, quizá depresión y la oportunidad de recapitular lo que se hizo con lo que queda de vida. Su credo deriva de la desolación, erige un espacio en donde el ser humano es presa del abatimiento. La novela es el suspiro de un viudo y una invitación a escudriñar dentro del baúl de los recuerdos (literarios) que todavía persisten. Como lo que en su momento hizo Juan Goytisolo en Telón de boca.
Hay una frase de Juan García Ponce vertida en De anima que define con fidelidad lo hecho por Paul Auster en Baumgartner: “¿Qué otra cosa puede ser la literatura sino el hallazgo del pretexto adecuado que nos permite regresar siempre al lugar en el que queremos habitar?” El lugar donde el personaje desea alojarse es la evocación. En su memoria se dan cita imágenes que lo atormentan, lo subyugan y le hacen cada vez más difícil desprenderse de las evocaciones.

Y el lugar que Auster desea habitar son, precisamente, esos recuerdos. Con este último libro vuelve a esa primera novela La invención de la soledad, en donde el protagonista tiene la misma edad del escritor y va en busca de quién es su padre. Sy es una abreviatura de Seymour y tiene setenta y tantos años, como el escritor. Ya en el Libro de las ilusiones nos enteramos que Seymour se lee igual que see more, ver más; y esa es la premisa del libro, la posibilidad de ver más allá de las narices de un hombre que no acepta que la vida cambia. Como diría Heráclito, nadie se baña dos veces en el mismo río. Hay que fluir.
A Auster lo persiguen esas historias de filiación y paternidad, esos hijos y esos padres que se buscan, al modo del “no busco, encuentro”. Padres ausentes y culpables, e hijos abandonados a sus interrogantes. Conviene recordar que en La trilogía de Nueva York, el padre misterioso está presente como amenazado, ausente o muerto. En El palacio de la luna se cuenta la historia de un huérfano que se cría con su tío, un músico frustrado, y que a través de sus peripecias descubrirá con él a su abuelo y a su padre; Effing, padre ausente-presente le dicta sus memorias a Marco Stanley Frogg, para que cuando Effing muera lleguen a manos de ese hijo desconocido. Mientras que en Smoke, película basada en un guion de Auster, el personaje de Raschid también acaba por descubrir al padre que rastrea. Averiguar quién fue en realidad su padre se convierte en una misión narrativa, dotada de un sinfín de especulaciones. En eso consiste la primera parte de La invención de la soledad, en algo que él ha definido como el “Retrato de un hombre invisible”. Precisamente esa condición, la invisibilidad de su padre, es analizada por el narrador.
El auténtico reto en la paternidad ejercida por Auster, quien se mira como padre a través de su primogénito, Daniel, consiste en ser otro, cualquier otra persona menos su padre. Porque “era un hombre invisible, en el sentido más profundo e inexorable de la palabra. Invisible para los demás, y muy probablemente para sí mismo”, refiere el novelista. En realidad, el novelista adquiere de su abuelo materno la figura paterna que tanta falta le hizo en la infancia.
¿Cuál es la principal motivación del viudo? Reinventarse, volver a hacer las cosas quizá por última vez y con mayor precisión. Hablar de amor, de cómo conoció a su esposa Anna, las coincidencias con ella, la convivencia diaria, el repiqueteo matinal de su máquina de escribir como si fuera una sonata; el recuperar sus poemas sueltos y reunirlos en un libro; leer sus inéditos y descubrirse retratado en sus recuerdos; pero también lo agobia la pérdida de la memoria, la vejez. Porque él identifica que “el mundo es una llama roja que arde sobre la superficie de sus párpados”.
Los últimos años de la pandemia no fueron gratos para Paul Auster. Ocurrieron una serie de situaciones familiares que lo tuvieron en constante preocupación. Primero, el fallecimiento de su nieta a los diez meses, mientras estaba al cuidado de su hijo Daniel. Luego la muerte de este último, quien estaba vinculado al consumo de drogas y demás excesos. Del primer matrimonio de Auster, con la escritora Lydia Davis, nació Daniel. Auster vivió más de tres décadas con su segunda esposa, la escritora Siri Hustvedt, y Sofía, hija de ambos. En 2022 recibió otra inesperada noticia: tenía cáncer de pulmón. Comenzó el calvario de las quimioterapias. La mirada de Hustvedt se torna fresca y certera en ese desafortunado momento para ambos: “El terreno de Cancerland ha sido confuso y traidor. El paciente, y yo con él, hemos viajado recto por la carretera, hemos sufrido retrasos y hemos girado en círculos. De momento, no hemos encontrado el rótulo que marca la frontera”, escribe.
Ya no conoceremos otras formas de mitigar el dolor o el desamor en las invenciones de Auster. No obstante, su palabra permanece. Y, a la manera de Gracián, podemos dialogar con él a través de sus libros.
@AmbrizEmece