Olivia Teroba. Un lugar seguro. Sexto Piso. México, 2023.
Llama la atención la repercusión que aún puede tener la lectura de Una habitación propia, de Virginia Woolf. Parecería que todavía es un título vigente y que, acaso, cada generación de mujeres debería compartir su experiencia sobre la escritura, el lugar que ocupan en el mundo y cómo es ese espacio. Es lo que hace Olivia Teroba (Tlaxcala, 1988) en este ensayo autobiográfico colindante con la crónica y el diario de una joven sensible.
A partir de once capítulos, estaciones de un viacrucis o momentos de introspección, la autora presenta su visión de cómo concibe la vida, cómo le afectan las decisiones de los demás y cómo, en la medida de sus posibilidades, irá tomando elecciones por su cuenta. Crecer duele, podría ser alguna de las conclusiones de este recorrido; no obstante, hay otros aspectos que aborda de manera simultánea y lejos de cualquier intención que la orille a profundizar en el tema: dedicarse a escribir, vivir en la complicada Ciudad de México (emigró de Tlaxcala, “la cuna de la trata de personas”, como apunta), ser sobreviviente de una familia disfuncional, ser introvertida, padecer de burlas en su infancia debido al sobrepeso, ser melancólica, soportar el estigma de traidores con el que se ve a sus paisanos, como lo recuerda el famoso relato de Elena Garro, “La culpa es de los tlaxcaltecas”, y ser una mujer que vive con temor a la violencia.
Son varios asuntos y cada uno de ellos merecería un espacio más extenso; sin embargo, la autora se limita a que sus reflexiones sean breves, condensadas, quizá por ese miedo latente a ser visible, a ocupar un lugar. Es la primera vez que leo un libro de Teroba, sería injusto juzgar su trabajo sólo por este título, aunque puede ser que exista en ella una autora propositiva, con entusiasmo para hallar concordancias y espacios habitables tanto en la crónica como en el ensayo personal. El fragmento “El ruido que hace un árbol al caer” es uno de los más logrados. Inicia con un asalto que vivió junto con sus amigos en Molcaxac, Puebla. Sintió que estuvo a punto de morir, pero un pensamiento le resultó reconfortante: la idea de que entre tantos árboles no podía ocurrirle nada malo. Luego su disertación es sobre los árboles que sueña, los árboles de la vida, las artes plásticas y de ahí pasa a lo que dice Jean Chevalier en su Diccionario de símbolos. Para Chevalier, un árbol hace que se activen los tres niveles de comunicación del cosmos: “el subterráneo (por sus raíces hurgando en las profundidades), la superficie de la tierra, y las alturas (por sus ramas superiores atraídas por la luz del cielo)”. Y agrega: “Es síntesis de todos los elementos: el agua circula en la savia, la tierra se integra a las raíces, el aire alimenta las hojas, y el fuego surge de la fricción de la madera”.
En los sueños, el tema del árbol puede estar latente por la sola presencia de la madera. Existen civilizaciones como la china que, al lado del aire, el fuego, la tierra y el agua, hacen de la madera el quinto elemento de la naturaleza. Entre las pruebas más usadas por los psiquiatras para el análisis y el tratamiento de sus pacientes está el Baum test (la prueba del árbol), ideada por el neurólogo alemán Hertmann Hiltbrunner; que se basa en el hecho de que la personalidad humana se puede transferir en el diseño esquemático de un árbol, porque esta figura puede representar, simbólicamente, la de un hombre: el tronco del árbol corresponde al cuerpo humano mientras que su espíritu está relacionado con la copa del árbol. De la misma manera, los pies del hombre, apoyados en la tierra, equivalen a las raíces, mientras que los brazos son las ramas.

Por otra parte, el árbol de la vida es para Jung un símbolo maternal. “El motivo del sacrificio —observa Baudouin— está unido, a menudo, al del árbol que lleva el fruto. El árbol de la vida es, como el agua, un símbolo frecuente de la madre”. Esta asociación se encuentra hasta en el simbolismo cristiano, donde la cruz se convierte en el árbol de la vida espiritual, y el sacrificio divino corresponde al nuevo nacimiento. Al ser comparado el hueco de un tronco con el vientre de una mujer surge el carácter maternal del árbol. La transformación de la idea de muerte en idea de vida se produjo, tal vez, espontáneamente: el muerto, como describe Jung, es encerrado dentro de la madre en espera de su renacimiento.
Elena Garro hace, en uno de sus relatos, que una indígena le cuente sus pesares a un árbol. Lo abraza y al día siguiente el tronco está seco. Garro es una cuentista que le interesa a Teroba y que, en cierto sentido, la impulsa a aventurarse en una suerte de reivindicación por su escritura en Andamos huyendo Lola. Aunque esto último sólo queda en buenas intenciones, porque lamentablemente es una de las secciones más débiles y menos fluidas del libro.
El día del asalto, confiesa la autora, “perdí también varias certezas. Y el miedo se quedó dentro”. Olivia Teroba, al compatir su historia personal, quiere mostrar que ella anhela hallar un lugar seguro para habitar en el mundo. Y, es probable, que en medio de ese impulso de vaciar sus penas, ese sitio sea un árbol para que le brinde la fortaleza y autonomía que requiere, y echar raíces en medio de la sororidad que ya experimentó: vivir en paz.
Es interesante que las editoriales le otorguen espacio al ensayo personal, ese que siempre se ha visto discriminado por otros intereses comerciales. Es loable notar que hay jóvenes interesadas en encontrarse a través de la escritura y denunciar la falta de empatía, la violencia, la inequidad de género. Es preciso decir que no todos los libros germinados bajo la bandera del feminismo son sinónimo de calidad.
Los nuevos aires que cubran a la literatura mexicana se espera que sean claros, nítidos, como estos primeros quince días del año en curso.
Mary Carmen Sánchez Ambriz
@AmbrizEmece