Adolfo Gilly (Buenos Aires, Argentina, 1928—Ciudad de México, 2023) fue un historiador, ensayista, profesor universitario, politólogo. Falleció a principios de este mes, y su legado está, acaso, más vivo que nunca. Gran lector, apreciaba el arte, la literatura, las conversaciones que conducían a la polémica porque sabía que la verdadera amistad podría prevalecer pese a las diferencias ideológicas. Fue un hombre de ideas, no estaba de acuerdo con el sistema político que no toma en cuenta al pueblo y sólo enriquece a las élites. Cuando el EZLN adquirió relevancia, en sus años de esplendor, Gilly estuvo cerca de ese movimiento y del Subcomandante Marcos; además fue asesor de Cuauhtémoc Cárdenas, en el tiempo que aún tenía propuestas congruentes y todavía no se burlaba de las personas que varias veces votamos por él, como lo ha hecho con sus actitudes que denotan resentimiento y frustración en la actualidad.
Nunca abandonó sus ideales ni fue soplón de nadie. Aun desde la cárcel, el historiador escribió su famoso libro La revolución interrumpida. En Lecumberri continuó expresando sus ideas. Supo tomarle el pulso a los movimientos revolucionarios de América Latina y otras regiones, para luego mostrar un sentido crítico a partir de lo sucedido. Se dice que fue encarcelado como consecuencia de haberse involucrado en el movimiento estudiantil universitario de la UNAM; otra versión atribuye su confinamiento a que intentaba unirse de nuevo a la guerrilla en Guatemala. Él señala que fue por una orden de Díaz Ordaz y que lo exponían a que los presos violentos golpearan a los presos políticos, por eso hacía una guardia de tres a seis de la mañana y en esas horas de la madrugada leía. Recuperó su libertad en 1972, gracias a la presión que ejercieron sus familiares, amigos, profesores, estudiantes, analistas políticos y periodistas que creían en él. La Suprema Corte de Justicia de la Nación lo absolvió.
Estrella y espiral, su último libro, es una recopilación de ensayos, crónicas y artículos de opinión. Es la palabra memoriosa que, siendo versátil, acompaña las reflexiones del autor. La lucidez y la buena prosa se dan cita. El libro es una síntesis de sus inquietudes y principales preocupaciones: las ramas de varios árboles frondosos en cuyas raíces está depositado el pensamiento de izquierda, la solidez de sus análisis vertidos en sus títulos y estudios.
¿Quiénes desfilan por esta estrella? En primera instancia, Pancho Villa cabalgando con la División del Norte —en este 2023 que se cumplen cien años de su fallecimiento— y muy cerca del contingente, tras la nube de polvo que oscurece la visión, viene en un brioso corcel el historiador Friedrich Katz. Casi le pisa los talones al grupo revolucionario, y a Gilly le intriga saber qué hace ahí alguien como Katz. Cabe recordar que Katz es uno de los académicos que más ha estudiado la presencia de Villa, incluso podría establecerse una segmentación: Villa antes de Katz y Villa después de Katz. El ensayista explora en la vida y obra de Katz, en sus colegas como Womack —otro historiador atento al México revolucionario— y llega a la siguiente aseveración: “La mirada de Friedrich Katz, como la de Rosa Luxemburg, Walter Benjamin o Franz Kafka, era también herencia de una cultura que conocía las persecuciones, las humillaciones y los despojos, junto con las artes de la resistencia, las reapariciones y las resurrecciones” (p. 28). Porque como refiere, Katz abrió la entrada al “enigma mayor de la revolución que, violenta como todas, busca poner fin a la interminable historia de la humillación y del desprecio e inaugurar un tiempo de justicia, igualdad y libertad” (p.29).

Otro personaje convocado es el cura colombiano que abogaba por los pobres y no para que el clero tuviera cada vez más riqueza. Se trata de Camilo Torres Restrepo, con quien conversó en 1965. Fue tildado de cura guerrillero por los medios de comunicación y el gobierno, pero en realidad el clérigo nunca ingresó a las filas de la guerrilla. Le indigna a Gilly que la figura de Camilo Torres sea usada como estandarte para otros movimientos discordantes con su vida y lucha. El cristianismo fue una vía alterna para que los ideales de izquierda del sacerdote lograran contar con fuerza y coherencia. Por supuesto que, a los ojos de muchos, esta situación fue incómoda y le prohibieron que usara sotana. Con esa decisión, colocaron a Torres en una situación incómoda porque en ese momento social y político, en Bogotá, Colombia —país en ese entonces dividido entre liberales y conservadores—, sus seguidores se sentían más seguros y confiados de ver al cura con su vestimenta formal que en pantalones de mezclilla como ellos. Con o sin sotana, Torres dio a conocer su postura política en un “Mensaje a los cristianos”, discurso que leyó, en 1965: “La Revolución puede ser pacífica si las minorías no hacen resistencia violencia. La Revolución, por lo tanto, es la forma de lograr un gobierno que dé de comer al hambriento, que vista al desnudo, que enseñe al que no sabe, que cumpla con las obras de caridad, de amor al prójimo, no solamente en forma ocasional y transitoria, no solamente para unos pocos, sino para la mayoría de nuestros prójimos. […] Santo Tomás dice que la atribución concreta de la autoridad la hace el pueblo”. (p.36) Torres, en enero de 1966, lanzó una proclama al pueblo colombiano, en donde argumentaba sus razones para ingresar al Ejército de Liberación Nacional, encabezado por Fabio Vázquez. Adolfo Gilly recuerda lo que sucedió con este sacerdote, quien fue asesinado en el año que dio a conocer su postura política.
El título del libro tiene una referencia directa a Estrella de tres puntas: André Breton y el surrealismo, de Octavio Paz. Aquí el autor hace un acercamiento a Paz y a Breton, lo realiza de manera cuidadosa. Resalta, ante todo, las cualidades poéticas y la visión de Paz al advertir la intención del surrealismo, movimiento cultural que vino a hacer su propia revolución. Paz, citado por Gilly, refiere que Breton es uno de los centros de gravedad de nuestra época, alguien que cimbró la esfera cultural. Y acude a El arco y la lira para referirse a la creación literaria: “El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un desprenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío”. (p.43) Cuenta Adolfo Gilly que cuando estaba preso en Lecumberri, estuvo en una construcción que fue inaugurada en tiempos del porfiriato, un espacio circular que “tiene en su centro un espléndido torreón de dos pisos de color rojo ladrillo, coronado por almenas construidas con bloques importados de Francia. Allí pudimos resistir, los asaltantes no lograron entrar y desde entonces nos pusimos en guardia”. (p.49) El historiador ahí leyó varios libros de Paz, en el tiempo convulso que pasó encerrado y aterrorizado por los presos violentos. La estrella es la referencia directa a la presencia de Paz, de Breton; y la espiral es la cárcel donde habitó esos años, esas madrugadas de lectura que le concedieron refugio y aires de sobrevivencia en medio de la impunidad política.
También habla de Víctor Serge, Bolívar Echeverría, Juan Gelman y Luis Villoro; de cuando este último falleció y colocaron sus cenizas al pie de un liquidámbar; es decir, “un árbol joven y fuerte que vivirá cien años y muchos más”, como dijo el comandante insurgente David, del EZLN.
El libro es una celebración por la vida, por los maestros de alguien que dedicó su tiempo a leer y a tomarle el pulso a la vida política de México —sin obtener provecho de por medio. Siempre se extrañarán plumas como la de Gilly.