Luego de que a principios de noviembre iniciara en la Cámara de Diputados el proceso legislativo de la reforma electoral que promoviera desde abril pasado el presidente López Obrador, durante los últimos días ha escalado de tono en el ánimo ciudadano el tema tras la realización de la multitudinaria marcha del domingo pasado en contra.
Una contrarreforma de esta magnitud, como la que se pretende, que más allá de cambiar de nombre al INE por el de un ente que además tendrá entre sus atribuciones realizar toda suerte de consultas populares –lo que sea que se entienda por ello y para los fines que se pretendan utilizar– significa a todas luces un retroceso estructural que pone en riesgo los avances que se han obtenido durante las últimas décadas.
Puede haber quienes vean con simpatía la reducción del aparato burocrático en el Congreso, reduciendo el número de diputados y senadores, e incluso ser razonables las demandas de una mayor racionalidad en el ejercicio de los cuantiosos recursos públicos destinados a los gastos operativos permanentes de los partidos políticos.
No obstante, conviene recordar que hasta hace unas tres décadas, las elecciones distaban por mucho de ser los comicios –perfectibles, hay que admitir– que se tienen hoy en condiciones de certeza, imparcialidad y transparencia que en regímenes anteriores no se conocieron.
Como periodista e incluso integrante del servicio público en materia electoral, he podido constatar la madurez que durante el último cuarto de siglo ha ido adquiriendo el Instituto Nacional Electoral, al garantizar que los procesos electorales se realicen entre ciudadanos, que reciben, cuentan y dan certeza de que la voluntad ciudadana es respetada: que cada cartel en el cual se publican los resultados es el más fiel reflejo de lo expresado en las urnas.
Ciertamente falta aún mucho trecho por avanzar. Quizá la asignatura más urgente, y que no pasa por reformas o contrarreformas, es la de construir una ciudadanía activa, informada, participativa. Un electorado así es el mejor antídoto para frenar a los nostálgicos del pasado. En contraste, la ausencia de un electorado así, es el mejor caldo de cultivo para los excesos del poder.
Mario A. Arteaga