Hay poderes inmateriales, que no se pueden evaluar a peso, pero que de alguna manera pesan”: Humberto Eco.
Por definición, toda guerra es sucia y aunque se pueda justificar el uso de las armas para combatir a un país enemigo, derrocar a un dictador o hacer la revolución, la guerra implica violencia, muerte, dolor.
El contraste, en cambio, es una comparación: fulano te ofrece tal, yo te ofrezco cual. Lo que sutano dice no corresponde a la verdad y aquí te muestro las pruebas. De eso se trata una elección, de comparar, cuestionar y señalar, muy diferente a calumniar, difamar o simplemente joder.
Cuando a alguien que roba se le dice ladrón no es guerra sucia ni limpia, es simplemente la verdad y el ciudadano no tiene por qué elegir a un ladrón.
Pero si a quien se le acusa de ladrón no lo es, entonces le están haciendo guerra sucia.
El problema radica en el poco tiempo qué hay para demostrárselo, probárselo y castigárselo, lo cual no suele suceder en los 90 días en que transcurre una campaña.
¿Entonces para qué la guerra sucia? Para dos cosas: restarle credibilidad al oponente y algo aún más efectivo: desmotivarlo, asustarlo y llevarlo a la zona de los errores, a que se equivoque y, o no reaccione y, bajo el principio del que calla otorga, asuma la carga o se equivoque en su respuesta y se hunda más.
¿Hay antimisiles contra este tipo de estrategias? Sí, se llama la ley de judo, hacer que la fuerza con que se te ataca se vuelva contra quien la aplica.
Callarse o defenderse con torpeza, definitivamente, no es opción. Mejor, cambia la conversación.