Desde los tiempos más antiguos en la historia de la humanidad, en sus textos escritos y en sus representaciones artísticas, las civilizaciones más remotas dan cuenta de una constante sociológica en la que coinciden; el trato subordinado y excluyente que la mujer ha recibido del hombre, así lo consignan múltiples relatos mitológicos en libros sagrados y antiguos de todos los continentes.
En aquellas remotas sociedades, a las mujeres no se les permitía hablar directamente con los varones, quienes jamás les dirigían la palabra en público; no eran consideradas como sujetos racionales, debían permanecer apartadas, sin posibilidad de opinar o decidir por ellas mismas, tenían que aceptar vivir siempre sometidas a la voluntad de los varones que las poseían con la misma seguridad con que disponían de cualquier objeto de su propiedad.
También la historia de la humanidad da cuenta de casos excepcionales de mujeres que han existido en todas las épocas y han sido rebeldes y transgresoras de ese orden varonil abusivo, excluyente y explotador; esas inconformes y desobedientes han pasado a la historia con calificativos que las humillan y que, desde luego, en general no reconocen el valor de su lucha, dignidad y rebeldía en términos positivos.
Al parecer, en el trascurrir de milenios, el avance de la humanidad registra desarrollos diferenciados en ciertos aspectos, al tiempo que también notables estancamientos y regresiones.
Frecuentemente tenemos noticias de las atrocidades, humillaciones y segregaciones que siguen padeciendo las mujeres en diversas regiones del mundo.
Así, las prácticas de venta y mutilación de niñas y jovencitas, intercambiadas por animales, cigarros o dinero para ser utilizadas en prácticas de esclavitud y prostitución son tan actuales y antiguas como crueles e inhumanas, haciendo evidente que el síndrome de abuso contra las mujeres sigue vigente.
La misoginia se combate con acciones afirmativas reales y verdaderas que inician por reconocer la dignidad y respeto que se debe a las mujeres; desde luego favorecer el tránsito cultural a la equidad supone formar a los niños en los auténticos valores sociales desde la infancia, ésos que les permitan reconocerse como hombres que en verdad respetan y aprecian a las mujeres.