Aquí no habrá transformación alguna si no instauramos un estado de derecho; si, al menos, no avanzamos significativamente en ello.
Es algo que sabemos todos. Sabemos además que se trata, desde hace años, de la gran asignatura pendiente, tras la puerta de las mayores calamidades mexicanas: crimen organizado, corrupción, evasión y fraude, gastos de campaña...
No solo en impunidad se traduce esta ausencia. También está el lado opuesto: la violación de derechos en los procesos, la utilización política, el abuso de autoridad, el castigo a los inocentes. Es una mezcla letal, la ley a disposición del poder.
Nada nuevo. Lo único nuevo en tres años es esta convicción generalizada (y alentada activamente desde la Presidencia) de que no puede haber transformación, cuarta, quinta o sexta, sin que la búsqueda de un estado de derecho sea la condición primera.
Son ya muchos ejemplos de que el régimen de AMLO no busca establecerlo, sino aprovechar su ausencia. Está el asunto reciente de Conacyt, por decir uno, o los diversos casos de recursos ilegales a candidatos… o la persecución al ex candidato panista.
La serie de Ricardo Anaya, de la que aún esperamos el último capítulo, bien podría llamarse “Entre tú y yo, todo personal”. El coctel de su defensa pública tiene más drama que elementos jurídicos. Y sus buenas gotas de Amargo. Más allá de su sarcasmo, que ciertamente ayuda a desnudar la absoluta falta de interés de la autoridad en aplicar la ley, impresiona (y preocupa) su lenguaje: Anaya responde a insultos con insultos, llama al Presidente dictador, perverso, mentiroso, corrupto vulgar con sed de venganza, todo lo cual hace la serie más llamativa, pero en realidad aleja el caso de la posibilidad de cualquier aportación a un sistema jurídico eficaz.
Todo se disuelve en pleito. Parecería incluso que en términos judiciales nada le pasará al protagonista (como nada le ha pasado a nadie con nivel de responsabilidad) y que se utiliza el campo jurídico para alimentar el juego político. De carroña. Y tampoco le pasará nada a Lozoya, claro, ni a nadie en el tablero mexicano de Odebrecht, al menos en este sexenio. Y los seis millones de dólares se quedarán ahí, donde siempre han estado.
“El cuento de Lozoya y López Obrador es que sí lo recibió (el dinero) pero el angelito no se lo quedó, sino que lo repartió casualmente entre los adversarios de López Obrador”, reclama el capítulo tres de la serie. “Y esto todavía no se acaba”. ¡Nos esperan en el capítulo final de esa serie.
En un estado de derecho la llave es el imperio de la ley, que se cumpla y haga cumplir, incluyendo sus procesos, por el bien de todos. Aunque no nos guste. En todo caso, si nos parece injusto, tendríamos que hacer lo necesario para cambiarla. Se entiende que no es fácil pasar hasta allá porque ni los policías, ni los investigadores, ni los encargados de los ministerios públicos tienen las herramientas para actuar correctamente y eso tarda en cambiar. Pero al menos los casos más notorios, que resultan ser ejemplares, deberían ser pulcros. Y ejemplares en el otro sentido de la palabra.
¿Será que llevamos tanto tiempo siendo víctimas del abuso de la ley y sus instituciones que ya no podremos creer en ellas?
Luis Petersen Farah