La crisis de salud se vuelve crisis económica, crisis de empleo, crisis de comunicación, crisis educativa... y crisis de ansiedad.
No es tan enfermizo que los escolares quieran salir ya de su casa y volver a la vida de antes. A cuántos he podido preguntar, responden lo mismo... No es que extrañen las matemáticas y las ciencias. Extrañan a sus amigos y, sobre todo, una normalidad en la que habían aprendido a moverse.
Y lo que expresan es la necesidad de estar en una situación que les haga sentir más tranquilos, donde la incertidumbre no acabe pintándolo todo. ¿Cómo vivir, si no hay recreo, si no hay fiestas, si no hay cumpleaños, si no hay equipos, si no hay dónde demostrar su valía, si no hay encuentros en los pasillos, si no hay nuevos amigos y amigas, si no hay casualidades, si no tiene sentido arreglarse solo para quedarse en casa?
Y voltean a ver a los adultos, a sus adultos, y seguramente lo que encuentran es lo mismo: ansiedad, preocupación por salir el mes, por encontrar todavía trabajo cuando la apertura económica se apiade de ellos, por recuperar su propia red, que está caída, de relaciones de todo tipo; preocupación por hallar todavía un futuro en las calles de la economía y de la sociedad, por saber si todavía habrá para ellos un espacio de crecimiento y de realización.
El sentimiento de fracaso andará suelto los próximos años. Donde estaba anunciado el éxito, habrá un montón callejones sin salida. ¿Quién no tiene miedo y quién no lo transmite a sus hijos? La vida ahora no está aportando los resortes para salir de cada una de las zozobras cotidianas.
Hay mucho por aprender, autoridades, padres, maestros, profesionales: por lo pronto, entender que esta crisis, la de ansiedad, requiere también atención, igual que el virus, los negocios o el transporte; entender que puede también desembocar en tragedias (o en vidas más plenas); entender que tendremos que hacernos más reflexivos, tendremos que hallar (o crear) lo que vale la pena y distinguirlo de lo que no. Son las duras enseñanzas de la pandemia.