Dice que al rojo, por su nobleza, se le ha ensalzado como el color de la vida, pero el verdadero color de la vida no es el rojo.
Dice que el rojo es el color de la violencia, de la vida abierta a la fuerza, impresa y publicada.
Dice que si el rojo es en verdad el color de la vida lo es sólo a condición de que no se vea.
Dice que ya del todo visible el rojo, es el color de la vida violada, y violada en acto de perfidia y estrago.
Dice que el rojo es el secreto de la vida, no su manifestación.
Dice que el verdadero color de la vida es el del cuerpo, el color del rojo cubierto, el implícito y no explícito rojo del viviente corazón y los pulsos.
Dice que el color de la vida es entonces el modesto color de la sangre inédita.
Dice que en cuanto a las mujeres es su sangre viva e inédita la que el mundo violento ha negado con más vergüenza.
Dice que veamos por ejemplo la curiosa historia de los derechos políticos de la mujer bajo la Revolución francesa.
Dice que a la mujer podía negársele la vida política, pero eso parece una bagatela cuando se consideraba la generosidad con que se le permitía la muerte por política.
Dice que las mujeres eran suprimidas cuando, digamos por boca de Olympe de Gouges, reclamaban “el derecho a intervenir en la elección de representantes para la formación de las leyes”.
Dice que la mujer debía hilar y cocinar para su ciudadano en la oscuridad de sus horas de vida, pero en la hora de su muerte podía dársele una parte: la tribuna no pero el cadalso sí.
Dice que Olympe de Gouges fue guillotinada y que así la compensó Robespierre: pública y cabal recompensa.
Dice que según Robespierre, las mujeres no eran para la tribuna porque de seguro al ser vistas y oídas sufrirían un rubor de sangre.
Dice que entonces la sangre de Olympe de Gouges se expuso públicamente, o precisa, de modo inolvidable: fuera del amparo de sus venas.
(Quien dice es Alice Christina Meynell (1847-1922) en Ensayistas ingleses. Clásicos Jackson, Buenos Aires, 1946; Conaculta, México, 1992.