Cultura

Himno a Santa Cecilia

Pues qué mejor —dice el camaleón peripatético en el cuarto donde escribo— que celebrar a la santa patrona de los músicos en vísperas de su día con la obra de uno de ellos que nació hace 100 años el mero 22 de noviembre: Benjamin Britten (1913-1976).

Hacia julio de 1940 el poeta W. H. Auden escribió “Tres canciones para el día de Santa Cecilia”, y se las dedicó a Benjamin Britten, quien comenzó de inmediato a ponerles música, pero solo dos años después terminó el Himno a Santa Cecilia, tal y como se lo había propuesto desde el principio: una pieza “para un pequeño coro de unas 50 voces”. La BBC de Londres transmitió la pieza por primera vez el 22 de noviembre de 1942. Britten la dividió en tres partes según los poemas originales.

La primera parte es una invocación a Santa Cecilia. En la segunda parte habla la música en versos muy cortos y Britten los musicalizó de una manera juguetona para el coro. I only play, dice la música en uno de los versos, en la doble acepción en inglés del verbo: tocar/jugar. La tercera parte está dedicada a quienes hacen posible la música. Ofrecemos una versión de las tres partes.

I. En un jardín sombreado esta santa dama

Con cadencia reverente y salmo sutil,

como un cisne negro mientras la muerte llegaba

vertió su canción en perfecta calma:

y por la margen del océano esta virgen inocente

construyó un órgano para extender su plegaria,

y notas tremendas de su gran máquina

resonaron con estruendo sobre el aire romano.


La rubia Afrodita se levantó excitada,

llevada al deleite por la melodía,

blanca como orquídea montó bien desnuda

en una concha sobre la superficie del mar;

ante sonidos tan arrebatadores los ángeles bailando

salieron de su trance para entrar de nuevo en el tiempo,

y alrededor de los pérfidos en los abismos del Infierno

la inmensa llama se avivó y mitigó su dolor.


Bendita Cecilia, aparécete en visiones

A todos los músicos, aparécete e inspira:

Hija traducida, desciende y estremece

A los mortales apacibles con fuego inmortal.


II. No puedo crecer;

No tengo sombra

de la cual huir,

yo solo juego.


No puedo equivocarme;

no hay criatura

a quien yo pertenezca,

que pueda yo dañar.


Soy derrota

cuando la derrota sabe

que ya nada puede hacer

mediante el sufrimiento.


Todo por lo que pasaste,

baila porque tú

ya no lo necesitas

para cualquier acción.


Nunca seré

diferente. Ámame.


III. Oído cuyas criaturas no pueden desear la caída,

espacios serenos sin temor al desgaste o al peso,

donde la Tristeza es ella misma, y olvida toda

la torpeza de su estado adolescente,

donde la Esperanza, dentro de lo ya extraño

queda libre de toda imagen gastada;

y el Espanto, nacido íntegro y normal como una bestia

en un mundo de verdades que jamás cambian:

reparen nuestro día caído; ah, recompongan.


Queridos niños blancos casuales como pájaros,

que juegan entre los lenguajes arruinados,

tan pequeños ante sus vastas, confusas palabras,

tan alegres contra los silencios aún más grandes

de las cosas temibles que hicieron: reposa la cabeza

niño impetuoso con el cerebro tremendo,

llora, niño, llora, llora y borra la mancha,

inocencia perdida que deseaste la muerte de tu amante,

llora por las vidas que tus deseos nunca vivieron.


Grito producido cuando el arco del pecado

Cruza nuestro violín temblante.

Llora, niño, llora, llora y borra la mancha.

Ley tamborileada por corazones contra el quieto

largo invierno de nuestra voluntad intelectual.

Que aquello que ha sido no vuelva a ser nunca.

Flauta que lates con el aliento agradecido

de los convalecientes a orillas de la muerte.

Bendice la libertad que nunca escogiste.

Trompetas que soplan los niños desguarnecidos

Alrededor de la fortaleza de su enemigo interno.

Lleva tu aflicción como una rosa.

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Luis Miguel Aguilar
  • Luis Miguel Aguilar
  • [email protected]
  • Ensayista, narrador y poeta. Ganó el Premio del PEN Club México 2010 por Excelencia Literaria, y el Premio del Festival Internacional de Poesía Ramón López Velarde, en 2014. Publica todos los martes su columna El camaleón peripatético.
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