El 14 de febrero rebosamos la fecha para hacer apología del amor y la amistad. Ya dediqué unas líneas al tema del amor. Ahora le toca el turno a la segunda. Gran parte de nuestra biografía se cuece al calor de nuestras amistades. ¿Qué sería de nuestra infancia y de las demás etapas de nuestra existencia sin grandes y profundos amigos o amigas?
Hay cariños que florecen durante una parte de nuestra vida. Nos dejan huella. Aportarán viáticos para la vejez. Utópicamente deseamos que éstas relaciones perduren a lo largo de nuestra existencia. Luego, la vida nos enseña que tuvimos lazos de afecto por un tiempo.
Las circunstancias y el contexto juegan un papel fundamental en el surgimiento, desarrollo o desdibujamiento de esos lazos afectivos. ¿Quién no tuvo grandes encuentros que florecieron en amistad durante la primaria o en la secundaria? Luego, la vida de cada persona marca derroteros distintos y esos apegos se quedan como luminosos recuerdos, para amueblar nuestra gran sala de la memoria afectiva.
Este vínculo relacional puede constituir el vestíbulo o la salida del amor. ¿Cuántas historias amorosas han iniciado entre bambalinas de una amistad larga o de corta duración? Seguramente muchas. También se dan casos variopintos de historias de pareja que llegan al final, pero que después del duelo de la separación, algunas de esas historias –otrora amorosas– llegan a ser grandes amigos/as, para seguir cultivando sus afectos.
La adultez y la vejez son periodos en los que también brotan grandes relaciones. Hablo de vínculos que no pasan por el utilitarismo, por los mutuos beneficios materiales o jerárquicos. Me refiero a las relaciones virtuosas; aquellas que son incapaces de lucrar con la posición de una persona o con su condición económica. Esta adherencia, como forma profunda de afecto, busca el bien de la otra persona. Prodiga en comprensión y respeto por la individualidad del otro.
El vínculo amistoso siempre es compañía, entendimiento entre ambas partes. Es secrecía garante. Es un oído atento que todos los seres humanos requerimos para contar, para relatar todo tipo de episodios vitales; unos claros, satisfactorios, entusiastas, esperanzadores y, otros, dolorosos, impenetrables, oscuros, apremiantes o tristes. En la otredad podemos hallar identidad y diferencias. Pero esas distancias existenciales no importan porque lo que explica esta poderosa proximidad no es la similitud, sino una necesidad de comprensión a escala humana.
Desde luego, la amistad prodiga en favores o en apoyos. Pero dichas formas de cálida expresión tienen que viajar siempre en ambas direcciones. Sin embargo, este tipo de trato, no debe agotarse en el intercambio de favores, sino en la compañía y el diálogo profundo.