Solovino la miró por vez primera cuando ella acompañaba a su ama Hortencia a misa de seis.
Mientras las campanadas retumbaban en sus sucias orejas, Solovino admiró su sinuosa figura, el quiebre de su estilizada cintura y la sutil caída de sus tiernos ojos.
Esa mañana, Anastasia ni siquiera se dignó a mirarlo.
Desde ese día, Solovino la seguía por doquier; interrumpía sus andanzas por los billares, las cantinas o los basureros del barrio para observarla cuando ella iba con su dueña al mercado, a la plaza o a casa de amistades; o cuando ésta acudía a rezar el Angelus o el rosario de la media tarde.
A la vuelta de semanas, Anastasia lo miraba de reojo, y se interrogaba: ¿Qué querrá este perro andrajoso que me sigue a todas partes?
Al mirarlo tan enamorado, los amigos de Solovino se burlaban de él; sin embargo, nunca faltaban a las serenatas de medianoche que éste ofrecía a su enamorada; y eufóricos celebraban cuando después de la décimo segunda canción Solovino meaba las cuatro esquinas de la casa de Anastacia.
Esta era su manera de marcar el territorio de su amor por ella; aunque ésta, sin embargo, apenas se daba por enterada.
Una madrugada, después de una serenata; Anastacia empezó a ladrar histérica desde el interior de su casa; tanto, que a la par rasguñaba con desesperación la parte baja de la puerta.
Solovino hizo lo mismo desde fuera; y al alimón, lograron hacer un hueco en la madera para encontrarse finalmente uno frente al otro.
Sus miradas se encontraron de golpe; Anastacia perdió el sentido, y Solovino, atolondrado, la jaló hacia fuera como pudo.
Ese día murieron Anastacia y Hortencia por una fuga de gas; Solovino y sus amigos enterraron a Anastacia en el parque bajo un coro de ladridos que quizá, finalmente, enterneció su corazón.