“Todos somos iguales”, dice la optimista pero falaz frase, que por ignorancia o por manipulación soslaya la regla de qué:
“por lo común las generalizaciones devienen en falso”, por lo que en 1948, aun fresco el recuerdo del racismo de la segunda guerra mundial, la ONU le agregó: “ante la ley”, aligerando así ese incómodo testimonio de la realidad, en donde inteligencia, talento, fuerza, salud y muchos atributos más difieren en calidad y cantidad entre los seres, siendo un importante factor en el éxito de sobrevivir y prosperar.
Desde la antigüedad la idea de mejorar la raza ha sido recurrente.
Filósofos como Platón y Aristóteles proponían que el Estado debe tener control eugenésico sobre las familias, pues son la esencia de la sociedad”.
La teoría de la eugenesia o “buen nacer” cobra nuevo auge en 1870, con Francis Galton, que retoma las teorías evolutivas de Darwin de selección natural y las re-entiende en una posible selección artificial, para lograr una autodirección de la evolución humana.
Esto explica las populares teorías eugenésicas en el mundo científico de la época y su posterior adopción en las posiciones supremacistas de la Alemania nazi, cuyo colapso y caída influye en la aceptación de dichas teorías.
Pero no pasa mucho tiempo sin que volvamos a las andadas y ahora, en esta era de culto a la ciencia y la tecnología, la vieja inquietud de perfeccionar la raza humana renace con un nuevo nombre: “Transhumanismo”.
Movimiento intelectual que propone la obligación moral de mejorar la especie humana a través de la cibernética y la inteligencia artificial, que con la ingeniería genética y la biotecnología, generen una “nueva especie” humana más inteligente, más longeva y con mayor bienestar, factores que al decir de los transhumanistas son los pilares de la felicidad.
La idea no es nueva ni mala, pero como eso de “todos somos iguales”, deja de lado que los humanos no somos perfectos sino fallidos, en un mundo fallido, una naturaleza fallida y tal vez un universo fallido.
Una maravillosa máquina biológica fallida, en la que lo fallido tiene su propio encanto.