La temporada navideña se ha ido y al parecer también se extingue la catarata de felicitaciones, saludos, abrazos y buenos deseos, que trasmitidos en forma virtual o presencial, nos arengan a amarnos los unos a los otros y a ser felices en el año que comienza.
Eso de amarnos, más que ser difícil resulta hoy por hoy una tarea bastante complicada, ya que el culto al materialismo en el que vivimos, nos impide cumplir con ese precepto básico para el amor que dice: “dar de sí, antes de pensar en sí”, pero eso no quiere decir que amar al prójimo sea labor imposible sino que para lograrlo, antes tenemos que vencer algunos monstruos interiores como el egoísmo, la soberbia, la avaricia y otros engendros que “viven” agazapados en nuestra mente y que nos dificultan esas buenas intenciones.
Pero en tratándose del asunto de la felicidad ya es otro cantar, pues dicho estado es solo un concepto, una idea momentánea de uno mismo prefabricada por uno mismo y por los clichés de la mercadotecnia en turno, y que por que por lo menos hasta donde yo sé, no puede medirse ni compararse con la de otra persona y es bien sabido, que lo que no es medible no es controlable, por lo que sin lugar a dudas podemos afirmar que ser feliz no depende de la voluntad de serlo, sino que paradójicamente consiste, justamente en no necesitar de ello para vivir tranquilo y en paz con uno mismo y como resultado con el mundo que nos rodea.
Parece que la idea de ser felices (o al menos parecer serlo), es hoy en día un objetivo obligatorio, lo cual conlleva una percepción distorsionada de la realidad, pues la vida es imperfecta y se compone de innumerables momentos con errores y con aciertos, algunos de los cuales inevitablemente nos producirán dolores y otros placeres.
Pretender lo contrario es buscar un mundo libre de dolores y de angustias, lo que irremediablemente conduce a la frustración, el desengaño y en un descuido a la depresión.
Entender la vida, aceptarla y disfrutarla tal como es, genera esa agradable sensación a la que el célebre pensador Henri Poincaré llamaba: “El placer de la comprensión”.