La protesta es un derecho humano fundamental que está respaldado en tratados internacionales. Es también una de las formas más poderosas que tenemos las personas para hacer escuchar nuestras voces.
El ejercicio de este derecho de parte de la ciudadanía permite romper con la ilusión de estabilidad y bienestar, conociendo los problemas que aquejan a nuestra sociedad de la propia voz de quienes los enfrentan. Así se abre la puerta también a los cambios a través de políticas públicas y al fortalecimiento de nuestra democracia.
El feminismo, como movimiento social, ha utilizado la manifestación pública no solo como un acto de denuncia sino como un mecanismo de comunicación de los intereses de las colectivas así como conectar con más personas sobre sus causas.
Las calles han sido testigos de la lucha de las mujeres a lo largo de la historia y se han convertido en el principal foro para emitir consignas que politizan los problemas que afectan a las mujeres en su diversidad.
Desde las sufragistas que enfrentaron la represión para lograr el derecho al voto, pasando por los movimientos de liberación de las mujeres en los años 60 y 70, hasta las recientes movilizaciones de Ni Una Menos, Me Too y las marchas del 8M, la protesta ha sido una estrategia esencial para visibilizar problemáticas estructurales y exigir transformaciones profundas.
Incluso desde una participación pasiva, ser testigo de la protesta es un ejercicio de conciencia, una oportunidad para cuestionar lo que se da por sentado y entender que cada demanda tiene una historia de opresión detrás. Leer las pancartas, prestar atención a los cánticos y observar las expresiones de quienes se movilizan permite comprender el trasfondo de la lucha y el porqué de la indignación, también son actos de escucha y reflexión.
Porque si las mujeres siguen marchando, es señal de que las injusticias persisten y la lucha aún no ha terminado.