El 13 de enero es el Día Mundial de la Lucha contra la Depresión, que sirve para recordar que la salud mental es uno de los factores fundamentales para el bienestar de la población. Datos del Instituto Nacional de Salud Pública indican que el 9.2 % de la población mexicana ha tenido algún trastorno depresivo en el curso de su vida, es un padecimiento común que interfiere con el desarrollo pleno de las personas.
Según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), en nuestro país el presupuesto para la salud mental es apenas el 1.3 % del total destinado para la salud. La insuficiencia del recurso representa un indicador de la relevancia percibida a los problemas relacionados a la salud mental. Si la prevalencia de casos de depresión es alta, destinar tan poco presupuesto para su atención es una señal de un sesgo en la gestión de recursos.
La OMS considera que la depresión es una de las principales causas de discapacidad a nivel mundial; sin embargo las políticas de salud para responder a los episodios depresivos en nuestros sistemas de salud pública se limitan a líneas para llamadas de contención y orientación en consultorios cuyas citas tardan meses para concretarse (cuando al menos el 80 % de casos de suicidio están asociados a temas de salud mental). Lamentablemente carecemos, como sociedad, de estrategias de atención integral.
En el manejo de recursos y estrategias de políticas se puede leer el capacitismo cultural, con creencias con sustentos morales de que la depresión es “mala”, “culpa” de quien la padece o que es un castigo, y que impacta en los estigmas para las personas que requieren atención. Ello alcanza también a prejuiciar la atención farmacológica que socialmente es vista como peligrosa porque podría ser adictiva, reproduciendo desinformación y fomentando el señalamiento a quienes requieren esa atención.
Hacer observaciones del capacitismo que obstaculiza la lucha contra la depresión es necesario si en verdad nos importa que las personas gocen de su derecho a una vida plena.