Septiembre cerró con una mala nota para el país en materia de políticas públicas sobre seguridad:
México ocupa el cuarto lugar en el Índice Global en Delincuencia Organizada (con 7.56 puntos).
La primera posición la tiene República Democrática del Congo (con 7.75), seguido de Colombia (con 7.66) y Myanmar (con 7.59).
Este índice es elaborado por la Iniciativa Global en contra del Crimen Organizado Transnacional, con sede en Ginebra, Suiza.
Su informe es el resultado de una investigación de dos años para evaluar las afectaciones del fenómeno y las capacidades de las que disponen los 193 países miembros de la Organización de las Naciones Unidas.
Los puntajes se basaron en una escala del 1 al 10. Siendo 1 el mejor escenario con un mercado criminal inexistente o del cual no hay registro y 10 para el peor de los casos; es decir, ningún sector de la sociedad está intacto.
Ahora bien, se dice que “todos los vacíos se llenan” y este caso parece no ser la excepción. México es un país con alta incidencia en delitos, impunidad, violaciones a los derechos humanos, atentados contra la libertad de expresión y colusión de las fuerzas policiacas con la delincuencia organizada, factores que han debilitado al Estado y favorecido a un entorno proclive al crecimiento acelerado de la criminalidad con niveles elevados de violencia armada.
El informe señala que el país tiene puntuaciones altas en trata y contrabando de personas, un mercado consolidado como conducto de armas ilícitas hacia Estados Unidos y, en el aspecto ambiental, existe un auge en la industria maderera, tráfico de especies silvestres y contrabando de combustible.
La pandemia del crimen organizado requiere de un aspecto básico si se quiere acotar el problema, el primer paso es reconocer, por parte del Estado, la dimensión del mismo y sus implicaciones, sin hacer a un lado a las víctimas que deja este complejo contexto.
Como en el mundo imaginario del escritor José Saramago, tenemos que ver, aunque esto sea, al mismo tiempo un privilegio y un castigo.