En el lenguaje diario, el cotidiano, con el que nos comunicamos, no necesariamente es el adecuado.
En Torreón, y probablemente en toda la Laguna (de ambas entidades), si algo nos caracteriza es la agresividad –perdón- con que solemos relacionarnos.
A veces en tono afirmativo, a veces iracundo, otras ambiguo, o una mezcla de todas estas tonalidades es lo que escucho y leo de parte de autoridades y gente de la política, núcleo al que he estado cercano por muchos años en razón de mis actividades profesionales.
Desde luego, hay estilos amables, cordiales, respetuosos.
Esto, no deja de ser interesante, digno de un análisis más profundo en otra oportunidad.
Por la forma en que hablamos, en que nos dirigimos al otro, estamos diciendo de qué estamos hechos, cómo pensamos, cómo actuamos.
Mostramos fuerza, soberbia, prepotencia, altanería, racismo, ignorancia, misoginia… o lo contrario: temple, serenidad, ecuanimidad, una interpretación adecuada, decodificamos con inteligencia.
Acostumbrado, pues, a escudriñar en la palabra de quienes he abordado, entrevistado e investigado por razones periodísticas, pero principalmente para escucharlos, sé que mienten, que omiten verdades, que manipulan y engañan.
La palabra en la política, o más bien en los políticos, en las autoridades de gobierno, es demagogia, un ejercicio abstracto.
Habría que darle seguimiento, por ejemplo a través de los medios de comunicación, a las declaraciones hechas por el alcalde Román Alberto Cepeda González.
Trataré de hacerlo con puntualidad y veracidad a partir del 1 de enero en que inicia su segundo periodo al frente del cabildo.
Antes, debo subrayar que el presidente municipal, la primera autoridad en la ciudad, la figura icono y ejemplo para la población en general, en especial para la juventud y la niñez, está lejos de ser elocuente, convincente, un político que por su lenguaje –incluso el corporal- sea respetable y respetado.
Se ha tropezado consigo mismo, le falta un lenguaje asertivo, y se enfrasca en expresiones bravas, endurecidas por su carácter explosivo.
Entre colegas, incluyendo a quienes lo oyen a diario en sus coberturas, es un hecho que deploran su estilo.
Lo aguantan para no padecer problemas.
Sus arranques de enojo, de molestia, lo dibujan en su personalidad y solito se evidencia.
Recurre a insultos, a desplantes, a no responder preguntas de reporteras que lo incomodan, censura, evade temas sensibles para la opinión pública, está sometido a presión no por asuntos políticos sino por grillas vulgares, ha lanzado buscapiés que no han surtido efecto, no reconoce que vive porque la ciudadanía le paga un sueldo y sus gastos representativos, y erróneamente trata de favorecer a sus cuates, a sus correligionarios del PRI impresentables, y a empresarios consentidos en la realización de obras públicas.
Enfrentado con el gobernador, su enojo estropea su retórica.
Román Alberto nada entre el error y el exceso y violenta la gobernabilidad –en estricto rigor- en Torreón, descontextualizado del momento de esta etapa como alcalde, futuriza lo abstracto.
Quiere jugar a las vencidas con la historia, pero sin memoria.
Ya lo hizo con la Ibero, con un grupo de creadoras, con otro de mujeres, con reporteras, con todo aquél que se atreva a levantar la voz o a escribir y señalar.
En Torreón no todos hablamos ni hablaríamos como él. Sobran razones.
Si quiere ser un buen alcalde, lo invito a que explore su interior, su corazón.
La época exige empatía, amabilidad, aceptación, como austeridad, sin altanería ni soberbia.
Y si busca que el PRI lo apuntale, (¿o su familia lo hará con Morena en la CdMx), tendrá que darle un giro de 180 grados a su lenguaje verbal.