En octubre de 1999 estuve presente en la primera edición de un Festival que parecía de ensueño; mucho indie, lo mejor del rock y destellos de electrónica y world beat. Hubo seguidillas de las que no puedo olvidarme: Perry Farrel, Morrissey, Beck; Art of Noise, Underworld, Chemical Brothers. En otro momento, la furia de Rage Against The Machine.
Y luego fui y vine muchas veces… desde L.A. o San Diego. El elenco podía variar un poco, pero siempre rozaba lo elegiaco, lo mítico y legendario. Historia pura de la música. Cuando regresaron a Tupac en holograma también estuve ahí; lo mismo el día en que a Maddona le dio por sentirse una diva guitarrera. Vi a Daft Punk a unos poquísimos metros.
Pero todo forma parte de un ciclo, todo evoluciona; nacer, crecer, llegar a la madurez para luego morir. Hay muchísimos intereses que influyen en tal proceso. Más que de arte, ahora hablamos de la música como parte de un negocio lleno de un insaciable deseo de generar millones y millones. Se fue el romanticismo, la toma de postura estética. Nos hemos instalado en el “todo vale”.
Y no es que el reguetón tenga la culpa. Podía tener y crear sus propios festivales. Ahora ha irrumpido en un territorio que antes le era ajeno. Claro, mencionemos también el relevo generacional, pero siempre es posible medir cualidades más que alcances mediáticos. Una época se va cerrando y tal devenir arrastra al Festival de Coachella en California; terminan la forma y sentido originales y recibimos a su derivación millennial y zombie.
Arcade Fire, Radiohead, Bon Iver… Beach House y muchos más; todos aquellos, propuestas que obnubilan y seducen. Mística y épica sonora. En cambio, Bad bunny me parece un oligofrénico haciendo pésima música. Descanse en Paz un Festival que nos hizo rozar el cielo y que ahora cae en picada.
Coachella R.I.P.
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Juan Carlos Hidalgo
Hidalgo /