Antes de los Mundiales, el futbol y los futbolistas acudían a los Juegos Olímpicos convocados por ese espíritu original que ofrecía la posibilidad de competir representando a sus países en el mayor escenario deportivo de la época.
El torneo olímpico de futbol, germen de la Copa América organizada por primera vez en 1916, la Copa del Mundo en 1930 y la Eurocopa de Naciones en 1960, ha sido menospreciado por la FIFA y el propio futbol con el paso del tiempo.
La relación entre olimpismo y futbol no es óptima, en todo caso es diplomática, política e incómoda como sucede con el resto de los grandes deportes profesionales dominados por el mercado, pero el más popular está lejos de ser o parecer una de las principales estrellas del programa olímpico como sí lo ha conseguido el basquetbol a partir del interés de la NBA por la selección olímpica estadunidense.
Todo ello es entendible, hay un celo normal entre organismos y hasta un pacto lógico de la FIFA con el COI para no pisarse los callos, invadir sus territorios y respetar los derechos de cada uno, en conclusión: existe un torneo olímpico de futbol regulado por FIFA dentro de la fiesta del COI que no es el mejor negocio, pero es conveniente para ambos.
¿Podrían los Juegos Olímpicos sobrevivir sin el futbol y el futbol seguir con su vida lejos del movimiento olímpico? Sin duda, ninguno se necesita; lo que es inexplicable desde el punto de vista deportivo es que no exista en la mayoría de los jóvenes futbolistas y entrenadores de futbol una ilusión auténtica por formar parte de la cultura olímpica: para quienes la han vivido, una experiencia difícil de igualar.
En los últimos días he escuchado todo tipo de argumentos y declaraciones de técnicos, jugadores, periodistas y profesionales del futbol europeo menospreciando la participación del futbol en París 2024: no hay tiempo ni espacio para jugarlo, dicen; lo que no hay es dinero.