El Estadio Azteca, catedral del futbol mexicano, ha sido durante décadas motivo de orgullo, una sede clave en la geografía de los Mundiales, un punto de encuentro entre generaciones, un túnel del tiempo en dos direcciones, un clásico en la historia del deporte, un certificado de inmortalidad para Pelé o Maradona, un centro de gravedad en el universo del juego, un coleccionista de recuerdos, un reproductor de emociones, un escenario de película, un campo de altura, un hogar para millones de aficionados y una fortaleza para nuestra selección nacional.
Pocos estadios en el mundo tienen las toneladas de sabiduría, personalidad y experiencia del Azteca: en cualquier ángulo, su dimensión es impresionante. Pero en los últimos años, sus tribunas, como muchas otras, sufrieron el acoso y el contagio de un sector aún no identificado de la “afición”, que, precisamente, lastimó su identidad.
El estadio, con toda su nobleza, fue callado por un grito necio convirtiéndose en un problema monumental. Vetada, aislada y señalada, la enorme cultura futbolera del Azteca quedó en manos de un puñado de “gritones” que secuestró la inigualable tradición de un coloso entregado al futbol.
Sobramos testigos para comprobar que uno de los estadios más emblemáticos del mundo, es imbatible cuando está lleno, concentrado y unido a su selección. La leal afición del Azteca, es la única capacitada para recuperar los poderosos y originales valores que parece haber olvidado una parte del estadio.
En las últimas horas, una opinión de Héctor Herrera sobre el peso actual del Azteca causó más molestia y controversia que las consecuencias del perverso grito, por el cual, México jugará en solitario sus próximos partidos.
No se trata de dar la razón a Herrera porque no se puede generalizar; pero ese maldito grito ha pesado más que cualquier otra cosa rumbo a Qatar. Un estadio sin gente no pesa, no tiene alma, ni lugar.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo