No es suficiente una pandemia para ponernos de acuerdo como sociedad; aun con esa palabra que parecía de otros tiempos amenazándonos todos los días, en la humanidad nunca habrá unanimidad.
No importa si se trata de la mayor tragedia de nuestros tiempos o de alcanzar inmunidad contra ella: siempre habrá personas que, en su libre derecho de creer, expresar o pensar lo que quieran, continuarán ejerciendo esa libertad como bandera.
Como muchas personas y deportistas en el mundo, Novak Djokovic decidió no vacunarse. Forma parte del grupo que advierte un mal mayor, o como mínimo desconocido al vacunarse, dentro de un mal que por sí mismo ha sido el único mal.
No hace falta discutir sus razones, libres y personales, lo que resulta evidente es que el virus ha costado la vida a millones de personas y las vacunas parecen salvar la vida de millones más.
Desde su indiscutible posición de liderazgo, el tenista número uno del mundo provocó una de las mayores discusiones sobre la vacunación. Lo delicado de este asunto no es la decisión autónoma y soberana que Djokovic tome sobre su salud, tan autónoma y soberana como la decisión que la ley australiana tomó sobre su frontera, sino la escasa sensibilidad frente a un tema de vital importancia, ya sea a favor o en contra de la vacuna, que un atleta de sus dimensiones provocó junto a la torpeza del Open de Australia en colaboración con la Federación Australiana de Tenis.
Si Djokovic decidió no vacunarse y con absoluta convicción siente que debe hacer una defensa de ello, es muy válido, pero en consecuencia debió renunciar al Open de Australia desde un inicio sin esperar o buscar una exención.
Ahora el deporte tiene a uno de sus grandes líderes retenido en un hotel esperando audiencia, y a dos países enfrentados, no por la vacuna, sino por la libertad.
Como dijo Nadal: el mundo ya sufrió lo suficiente como para no seguir las normas.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo
