No, no, no; movía la cabeza el lanzador con la visera bien ajustada, el guante sobre la barbilla y la mirada clavada en el receptor que, una y otra vez, sugería curvas, rápidas, sliders y su colocación: adentro, afuera, alta o baja, señalando con los dedos, uno, dos, tres, moviendo las rodillas, tocando el pecho y la máscara para definir una combinación.
La comunicación entre pitcher, catcher, coach y cualquier jugador, representaba uno de los códigos más antiguos del deporte, en definitiva, un conjunto de símbolos que junto a muchas otras tradiciones, desarrollaron la cultura del beisbol.
Interpretar las señales ofensivas y defensivas del rival también se volvió un arte, convirtiendo cada jugada en un espectáculo silencioso. Robar señales, como llamaron a esta especialidad, formaba parte de la habilidad mental para jugar el más cerebral de los juegos de una manera legal.
Pero el tiempo, que le dio identidad a la pelota, también se la quitó cuando la tecnología invadió el campo, volviendo el arte de descifrar señales una actividad ilegal. El escándalo del robo de señales mediante el uso de cámaras y dispositivos electrónicos superó a la resina en la pelota, la lija en el guante o la brea y el corcho en el bate.
Viejas trampas que, por anecdóticas, no dejaron de ser sancionadas, honrando así al reglamento del beisbol como uno de los documentos deportivos más pintorescos y originales.
A partir de esta temporada, un brazalete digital conectará al catcher con el pitcher, acabando con uno de los grandes misterios del diamante. El beisbol está perdiendo otro de sus rancios códigos, convirtiendo la solera y maestría de las señales en una señal Bluetooth.
Aunque el uso del sistema PitchCom, desarrollado para evitar el robo de señales y sobre todo agilizar el juego, se mantiene como opcional, es otro golpe del peor enemigo que ha enfrentado este deporte: el paso del tiempo.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo