Hace muchos años el futbol derribó los muros que cerraban las fronteras. Dónde nació el futbolista, qué nacionalidades tiene y para quién juega, dejaron de ser preguntas fundamentales, sobre todo para las selecciones europeas.
El europeo entendió mejor que nadie y antes que ninguno el valor que tenía el futbol para explicar a sus ciudadanos el concepto de nación. Sus selecciones se han ido convirtiendo en auténticas representaciones nacionales en las que cabe una muestra exacta de la nueva y enriquecida composición social de sus países. No se trata de una tendencia, una estrategia deportiva o una moda política, estos equipos juegan como lo que son: representantes de un fenómeno multicultural, multinacional y multirracial provocado por múltiples factores, el más importante de todos, la migración.
Nada tiene que ver la selección alemana campeona en 1954 con la actual, ni la inglesa del 66, ni la italiana del 82, ni la francesa, ni la española, ni cualquiera que recordemos como una simple envoltura de jugadores nacidos en el mismo sitio, criados con la misma idea y parecidos entre ellos.
Cuando mi abuelo hablaba de Kubala, la máxima figura en la historia del Barça antes de Messi, lo primero que nos contaba era que había jugado para tres países distintos: nació en Hungría, emigró a Checoslovaquia y vivió sus mejores años en España. Kubala, un caso emblemático de migración, persecución y exilio, fue seleccionado húngaro, checoslovaco y español.
La nacionalidad de una selección es tan importante como su naturalidad, en México seguimos teniendo un conflicto con esto cada vez que se habla de jugadores nacidos en otro lugar porque hemos creído que todo se trata de futbol o que el futbol está por encima del concepto de nación.
En ese sentido, tan estricto y literal para algunos, no hay nada más nacionalista que la palabra selección y su denominación nacional.