Hay un momento en la historia de cualquier deporte, donde se cruza la línea que divide al amateurismo del profesionalismo corriendo el riesgo de olvidar todos los valores y circunstancias que hacen del deporte un modelo para la vida, y del deportista, un ejemplo para millones de personas. Esa línea que a veces parece invisible, no debe cruzarse como principal objetivo, sino continuarse como principio elemental.
Cuando la trayectoria de un atleta llega a ese instante en el que coinciden los objetivos materiales del deporte, triunfo, reconocimiento y fortuna; con sus principios esenciales, humildad, sacrificio y honor; nos encontramos frente a la figura ideal: competidores que alcanzan la excelencia en su profesión gracias a inigualables capacidades físicas, técnicas y mentales; sin renunciar a las profundas virtudes espirituales, sociales y humanas, que les mantienen integrales.
Los aficionados y los medios nos hemos malacostumbrado a creer que el deporte solo puede ser una máquina de victorias, una caja registradora y una industria del entretenimiento. Juzgamos y desmenuzamos al deportista en función de cuánto gana, la popularidad que alcanza, la audiencia que acumula y el espectáculo que ofrece.
Con frecuencia, nos perdemos una etapa decisiva de la historia en donde la aguja del rating, las fuerzas del mercado y las luces del estrellato, no apuntan hacia el héroe desconocido que convierte el deporte en uno de los grandes consejeros de la sociedad. Sin un balón en los pies, sin unos guantes de boxeo y sin una máscara de luchador, otro joven mexicano superó los obstáculos, cambió la dimensión y decidió romper el hielo cruzando ese camino que impide a nuestra afición ir más allá.
La fortaleza, voluntad y valentía de Donovan Carrillo, representan de manera extraordinaria el compromiso y la responsabilidad que un deportista asume cuando está dispuesto a ser un ejemplo para los demás.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo