Dirigir un equipo no es lo mismo que entrenarlo, se necesitan años de repetición dentro del campo y de reputación fuera de él, para darle a cada equipo un estilo personal, capaz de imprimirse en los libros de historia. Cuando esto sucede, los equipos llevan el apellido del entrenador. El Milan de Sacchi, el Ajax de Michels o el Barça de Cruyff, se volvieron cuadros de familia que terminaron colgados en las paredes del club.
Pero cada vez son menos los entrenadores que forman parte de la franquicia de un equipo, Simeone es un caso excepcional en estos tiempos. Trayectorias como la de Ferguson y Wenger desaparecieron con ellos.
Fueron los últimos directores o managers generales. Sus decisiones proyectaban el futuro de las instituciones, y aunque su trabajo se juzgaba en relación al partido del próximo domingo, su figura resultaba histórica en los resultados a largo plazo.
Se ha vuelto muy sencillo medir la presión que requiere el puesto, dos fotografías son suficientes: la primera explica cómo llegó y la segunda, cómo acabó. Enfadado, encanecido y calvo, Guardiola salió del Barça dejando una estela ganadora y un estilo de juego que su antiguo club no ha podido igualar: 4 temporadas, 3 Ligas, 2 Champions, 2 Copas del Rey, 3 Supercopas de España, 2 Supercopas de Europa, 2 Mundiales de Clubes, 254 partidos dirigidos, 193 victorias, 52 empates, 24 derrotas, 639 goles a favor, 181 en contra y 22 jugadores debutados de la cantera.
Convertido en el mejor entrenador del mundo, se fue a Múnich, donde el futbol empezó a dudar de su capacidad con una hipótesis simplona: el secreto no es el técnico, sino los jugadores. Incluso, hubo quien fue más allá, la magia de Guardiola empezó y terminó con Messi.
Así que salió del Bayern y cuestionado, llegó al City, donde lleva seis años dominando Inglaterra, pero si este año no gana la Champions, se lo volverán a recordar: solo eres el entrenador.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo