Hay un balón en mi casa que lleva toda su vida en la mima repisa, el tiempo le quitó los colores azul, amarillo, rojo, verde y naranja gajo por gajo, hasta mostrarnos su piel. Es un balón de cuero, cosido y pintado a mano, que me enseñó a caminar por el pasillo con la paciencia de un maestro: cuenta mi mamá que lo pateaba, y yo le perseguía, caía, me levantaba y seguía. Conserva la sabiduría del deporte, la sencillez de unos padres al compartirlo y la diversión de un bebé al jugar con él.
No importa cuántos años hayan pasado, el viejo balón sigue cumpliendo su misión: con él han caminado y jugado hijos y nietos de una familia a la que el deporte regaló un método para educar, una idea para formar, un equipo para coincidir, una alegría para repartir y un trabajo para progresar.
No me preocupa el balón, es la herencia familiar, lo que me preocupa es el deporte que voy a heredar a mi hijo: a veces siento que se están extinguiendo los ídolos porque nos hemos dedicado a acabar con ellos.
Crecí rodeado de periodistas que me contaban las hazañas de grandes deportistas. Sus historias, nos hacían creer que había algo más allá de una cancha. Eran relatos enriquecedores, terapéuticos, pedagógicos y emocionantes, que ofrecían la posibilidad de acercarse al deporte como un acto de fe.
Hace tiempo que los niños están recibiendo un mensaje equivocado en el que la palabra ganar, parece dominar todos los aspectos de su vida: ganar siempre, ganar más, ganar todo, ganar como sea: es la cultura del triunfo, como única fórmula para alcanzar riqueza, popularidad y superioridad. Pero saber perder, es tan importante como aprender a ganar. Entre uno y otro estado se encuentra la ejemplaridad.
Como aficionados o profesionales del deporte en cualquiera de sus áreas, tenemos la responsabilidad de transmitir y recuperar aquellas cosas tan pequeñas y sencillas como el balón que nos enseñó a caminar.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo