La Liguilla mexicana, única en su género, ofrece fuertes dosis de emoción durante un corto espacio de tiempo que permiten al organismo del aficionado mantenerse activo, atento y expectante el resto del año. Es tanta su carga emotiva, que resulta imposible no volverse dependiente de ella. Es un hecho deportivo y clínico: nadie puede vivir sin ella.
Después de tantos años de consumirla, disfrutarla o sufrirla, nos hemos dado cuenta que no se trata de un sistema de eliminatoria, sino de una versión cultural de una forma de pensar: jugársela, venir de atrás, ir por todo en el último momento.
Por más que se intente demostrar que un campeonato definido a puntos es más justo, premie la regularidad y evite la especulación; la Liguilla con su riesgo, prisa, vértigo y lujuria, provoca un encanto que ningún otro método es capaz de despertar.
El día que otras Ligas, rígidas y severas como su tabla general, prueben esas sensaciones que despierta llevar al límite una competencia como la nuestra, es muy posible que no vuelvan atrás: causa adicción. El debate sobre elegir un campeón a puntos o volver a los torneos largos, está desapareciendo. Son generaciones enteras de aficionados y jugadores que nacieron en la época de la Liguilla: su forma de sentir el futbol, transmitirlo y jugarlo, no conoce, ni pretende, otra manera de vivirlo.
Cuestionar la Liguilla por su injusticia es cursi, señalarla por fomentar la mediocridad es aburrido, culparla de todos los males de nuestro futbol es ridículo, y acusarla de ser un extraordinario negocio, es mezquino.
Apostar a todo o nada, poner todos los huevos en una canasta, parece una locura, una extravagancia, pero el futbol mexicano tiene un sistema nervioso difícil de igualar. Ir de abajo hacia arriba, caer y levantarse, identifica a millones de aficionados que, como sus equipos, encuentran en la Liguilla una forma de interpretar el juego y la vida.
José Ramón Fernández Gutiérrez De Quevedo