La biografía de Erling Haaland, un best seller, aún no está escrita. Nacido en el año 2000, es uno de los jóvenes que mejor representa a esa generación desarrollada bajo el signo del nuevo milenio: un puñado de atletas concebidos, paridos y criados para encabezar el cambio de estafeta en el deporte y la sociedad.
Haaland y otras estrellas de su tiempo como el tenista español Carlos Alcaraz, el pertiguista sueco Armand Duplantis, el nadador rumano David Popovici, la nadadora australiana Kaylee McKeown, el velocista estadunidense Erriyon Knighton, el basquetbolista francés Victor Wembanyama o el ciclista esloveno Tadej Pogacar, enfrentarán durante los próximos años un reto demoledor.
Estos chicos a los que parece no pesarles nada, cargarán sobre sus espaldas con el recuerdo de Cristiano o Messi, la imagen de Rafael Nadal, la historia de Serguéi Bubka, la leyenda de Michael Phelps, la magia de Usain Bolt y la memoria de Kobe Bryant: El tonelaje de su equipaje anuncia un viaje salvaje. Para disfrutar la carrera de estos chicos los aficionados al deporte deberemos ser prudentes, pacientes y conscientes. Tendremos en la palma de nuestras manos la posibilidad de seguirlos, mirarlos, admirarlos, apoyarlos y respetarlos; pero si a la primera de cambio exigimos levantar una Champions, ganar los cuatro Grand Slam, saltar por encima del estadio, respirar por debajo del agua, correr a la velocidad del sonido, dominar el Tour de France o reventar las canastas de la NBA, nos estaremos convirtiendo en esa especie de fanáticos que devora atletas por afición.
Frente a nosotros: medios, periodistas, público y patrocinadores, se encuentra otra brillante generación de deportistas que, además de luchar contra el recuerdo de sus antepasados, debe llenar las expectativas de un mercado cada día más inhumano, mantener un comportamiento ejemplar y por si fuera poco, escribir su propia historia.