No importa cuánto debamos insistir: el deporte tiene la capacidad de enseñar con sus derrotas y la responsabilidad de aprender de sus victorias. En la vida, como en el juego, perdemos más veces de las que ganamos. Lo que nunca podemos perder de vista es el duro trayecto que hay entre una derrota y una victoria: a ese camino se le llama superación, y es lo que convierte a cualquier persona en deportista
Creemos que solo es capaz de llegar el más alto, el más fuerte, el más hábil, o el más rápido. Esta percepción atlética, impide que valoremos el día a día que, millones de personas, viven con extraordinaria deportividad. Que el esfuerzo de un trabajador de la construcción, un maestro rural, un agricultor o un médico, no sea visible, o público, no le resta ejemplaridad. Pero el deporte nos ha malacostumbrado a celebrar victorias y llorar derrotas, con una efusividad o drama desproporcionado.
El factor económico, que en cualquier sector depende de las fuerzas del mercado, confunde la definición pura del término “deportista”, causando un conflicto que no se ha podido resolver: “consideramos que mientras más le paguen a un jugador, más y mejor debe ser”. El dinero en el deporte es una consecuencia de la oferta y la demanda, pero no determina qué tan valiosa es el alma o el corazón de un jugador: esos valores son esenciales en su labor, no importa si gana o pierde.
En los últimos días, como tantas veces sucede, vimos cómo un grupo de personas sintiéndose representantes únicos de algo mayor, confundieron su “pasión” con intromisión. Por más que venda la polémica en los medios, por más que gane un jugador en el campo y por más que quiera festejar una tribuna, en el deporte se gana y se pierde; y esto, es lo que le da sentido a competir. No conozco un solo equipo o deportista que entrene para ser peor, salte al campo queriendo perder, o renuncie a su convicción por competir.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo
