A los tradicionales equipos de llano que lavaban sus uniformes a mano, inflaban el balón en la gasolinera antes de llegar al campo, compraban sus espinilleras en Palomares, las naranjas del medio tiempo en el mercado sobre ruedas y le daban aventón al árbitro hasta la parada del camión, había tres cosas que les provocaban una angustiante sensación de grandeza: jugar de noche, cambiarse en un vestidor y mirar una tribuna con gente.
Muy pocas canchitas del amplio páramo futbolero ofrecían estos lujos. Lo normal era vestirse detrás del árbol, ir por la pelota que se volaba al barranco, echar una medalla contra la barda y escuchar las mentadas, risas y rechiflas de familiares, amigos y vecinos. Las luces, las tribunas y las regaderas, no formaban parte del éxito, pero cuando podía jugarse con ellas, el amateurismo se aceraba con timidez a la frontera del profesionalismo.
Pocas sensaciones causaron tanto honor en la legendaria carrera del “mofles”, el “tíbiri tábara”, el “mandibulín”, y el “espanta suegras”, que abrir las puertas de un húmedo vestidor de tabique, marchar al campo en formación, saber que entre los barrios hay pique, deslumbrarse con el poste de iluminación y escuchar el ambiente en la grada de tablón. No son contratos, ni cobrar por jugar, lo que determina cuándo empieza la carrera de un futbolista profesional. Son las emociones y ceremonias que rodean a un juego entre conocidos, convirtiéndolo en un fenómeno desconocido, las que separan al llanero solitario del auténtico ídolo del vecindario.
El día que alguien pagó el recibo de luz y agua, dedicando parte de su tiempo para ver al “Gigante de la Álvaro Obregón”, todo cambió. El regreso de la Bundesliga a estadios sin gente es también un regreso a la intimidad del futbolista amateur. Sin otro argumento que 22 jugadores, un campo y un balón, los profesionales de este deporte tienen la oportunidad de volver a sentir cómo era este juego cuando alguien cooperaba con los gastos, los uniformes y las naranjas.