Sentado en el despacho presidencial de la Asociación Uruguaya de Futbol, Jules Rimet sacó la pluma fuente del bolsillo interior de un traje de lana color gris, pidió un fajo de hojas, las recortó por la mitad, escribió el nombre de los participantes que le esperaban en la sala, dobló cada una en cuatro partes, tomó una vieja copa de la estantería de un librero de caoba, y colocó en ella a los 13 países que jugarían el primer Mundial: la suerte estaba echada. Quizá porque seguimos creyendo que tiene demasiada influencia en el juego, o porque confiamos más en ella que en tácticas y estrategias, la magia y misterio que rodean a los sorteos de las Copas Mundiales, nos fascinan.
Durante un par de horas, la FIFA atrapa los sueños y emociones de millones de personas convirtiendo su evento en un entretenido juego de mesa: el mundo está dividido por bombos, cada país es una pelotita y los papelitos que llevan dentro, son una bandera. Con la tierra en sus manos, FIFA pone en escena su enorme poder. Pero a medida que la desconfianza en el organismo fue creciendo en tiempos de Havelange, el romanticismo de los sorteos se fue perdiendo. Hubo que montar grandes actos, musicalizarlos, iluminarlos, alfombrarlos de rojo y vestirlos de saco, corbata y bombín, para justificar algunas candidaturas, encarecer sus derechos de transmisión y en ocasiones, reservarse el derecho de admisión.
Como cada cuatro años, fuimos agrupados con nuestra selección dentro de una caja junto a otros tres países con los que intercambiamos nervios, repartimos miedos y compartimos angustias. A partir de hoy, revisaremos sus costumbres, estudiaremos su historia, escribiremos sus nombres, ensayaremos la entonación de sus apellidos y, desde luego, recitaremos de memoria su alineación. Pero ese embrujo por el Mundial que arranca con la aventura del sorteo, termina cuando en una jugada decisiva, volvemos a culpar a la suerte.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo