Cada temporada, el futbol encuentra alguna historia de resistencia social que le permite mantener sus signos vitales: los de abajo venciendo a los de arriba; los pequeños estadios donde se cazan gigantes o los equipos más humildes asaltando la zona noble de la tabla.
Este año, el personaje que está poniendo folclor al juego es el rebelde Rayo Vallecano: cuarto en el campeonato español, peleando un lugar en Champions, y uno de los pocos equipos en Europa que mantiene invicto su campo.
Con capacidad para 14 mil espectadores, vecino del colosal Bernabéu y el hercúleo Metropolitano, al heroico estadio del “Rayito", apodado “El Futbolín”, nunca le alcanzó para levantar una cuarta tribuna: por eso en su fondo sur, el futbol puede verse desde un multifamiliar que tiende la ropa en sus ventanas.
Al norte del Paseo de la Castellana, donde cruza el puente que divide Madrid entre monárquicos y descamisados, se detiene con andamios el estadio del Rayo: Calle Payaso Fofó, sin número.
Allí habita un equipo que lleva tiempo viviendo con agujeros en los bolsillos y tiene la orden de no intercambiar camisetas porque sus jugadores las lavan en casa. En ese polígono industrial, el futbolista está sindicalizado: juega con la ley en una mano y el reglamento en la otra.
La geografía de este equipo es diminuta, entre la línea de meta y los tablones de la barra Los Bucaneros, hay un metro de distancia que une al hincha con esa clase de jugadores que han saltado al campo con banderas de huelga, pero con sus tres tribunas llenas.
En el barrio más bravo de España; donde nació Policarpio Díaz Arévalo, “El Potro de Vallecas”, ídolo de ferrocarrileros y peso ligero campeón de Europa que alternó el pugilismo con rodajes de películas porno y el Etiqueta Negra; una banda roja atraviesa el pecho del Rayo: como a los clubes a quienes la vida les señala una límite, que nos están dispuestos a respetar.
José Ramón Fernández Gutiérrez De Quevedo