No está claro cuándo y dónde empezó el mercado, ese lugar desconocido con reglas conocidas en el mundo del futbol, pero los futbolistas empezaron cobrando clandestinamente a las empresas que apoyaban a los clubes. A mediados del siglo pasado había jugadores que cobraban con kilos de carne, costales de cereal y hasta litros de cerveza; conozco una familia que vive de las acciones que su abuelo negoció con el dueño de una fábrica cuando era jugador y otra que heredó unos terrenos como pago de la deuda de sus tíos, defensa y delantero, volviéndose una de la esquinas más cotizadas de la ciudad.
Entonces llegaba un club, hablaba con el jugador y se ponían de acuerdo, después intervino FIFA y otorgó a los clubes la propiedad del futbolista firmándoles una ficha: así nacieron las cartas, los pases y los traspasos. Pero el mercado como lo conocemos arrancó en la ciudad de Bogotá, cuando dos clubes querían llevarse al mismo futbolista, superando la demanda a la oferta.
Mientras el presidente del Barça viaja a Buenos Aires para firmar con River Plate el pase de Alfredo Di Stéfano, tres enviados de Real Madrid bajan por la escalerilla del bimotor que aterriza en la pista de Techo, el viejo aeropuerto de Bogotá. El abogado, el contador y el secretario suben a un Chevrolet Belair que los traslada al antiguo Hotel Continental donde se reúnen con un hombre bien vestido, engominando y profundo acento porteño: “Decirle al Sr. Bernabéu que tiene mi palabra”.
Di Stéfano, que había escapado de River por una huelga de futbolistas, se refugió en Colombia jugando para Millonarios en una Liga furtiva. Después de un litigio en el que intervienen argentinos, colombianos y españoles, FIFA reconoce a Millonarios como legítimo empleador de Di Stéfano y aprueba su traspaso al Real Madrid, dejando a River y Barcelona con un palmo de narices; el resto es historia: hoy cualquier cabrón vale millones de euros.