Detrás de la cortina de hierro el deporte era visto como una eficaz herramienta de propaganda, una distinción entre sus tropas, y un escenario que en las grandes competiciones permitía enseñar al mundo su poderío.
Aunque la tradición deportiva en los países de Europa del Este es rica y legendaria, siempre existió la sensación de que sus atletas, entrenadores y métodos de trabajo eran elegidos en función de una doctrina, analizados por rigurosos sistemas de investigación y producidos en serie como instrumentos del régimen: los triunfadores eran ungidos héroes de Estado y los perdedores, condenados a la ignominia.
Aun así, es incuestionable que al otro lado del muro existía una especie de deportistas cuyas nobles y sacrificadas carreras cautivaron al mundo con su talento, su elegancia y su instinto de supervivencia. El viejo deportista soviético con su nostálgica figura, el espíritu contenido, los huesos duros y la mirada congelada, competía en dos direcciones: en un tramo de la pista iba su vida, y al otro, algo en lo que quizá no creía.
A pesar de su controvertido fundamento político, el deporte de la antigua URSS ofreció al universo una colección de campeones estelares: las gimnastas Larisa Latynina (Ucrania), Ludmila Tourischeva (Rusia) y Olga Kórbut (Bielorrusia); el guardameta Lev Yashin (Rusia), el halterista Vasily Alekséyev (Rusia), los ajedrecistas Boris Spassky (Rusia), Anatoli Karpov (Rusia) y Gari Kasparov (Azerbaiyán); el basquetbolista Arvydas Sabonis (Lituania) y el saltador Serguéi Bubka (Ucrania), que hasta 1991 compitió como soviético, son apenas un puñado de nombres que nos recuerdan el legado de una solemne y severa potencia deportiva.
Es una pena, pero en el fondo, a Moscú nunca le interesó el deporte ni sus deportistas, en estricto sentido humano. Su valor depende de una posición política, por boicot o por aislamiento, siempre pagan los atletas.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo