Una tarde soleada como es costumbre en las Canarias, saltó al campo del Heliodoro Rodríguez en Tenerife un joven espigado, apuesto, bien plantado en la cancha y con la cabeza amueblada. Al entrar en contacto con el rival, la pelota, los compañeros y con las cámaras de televisión que transmitían aquel partido, pudo verse de inmediato que ese muchacho mandaba.
Usaba el pelo largo, apenas por encima de los hombros y tenía la manía de recogerlo por detrás de las orejas después de cada lance. Jugaba en el centro del campo, daba gusto verlo porque hacía muchos años que en esa zona del futbol no había un jugador que combinara tres cualidades al mismo tiempo: clase, carácter y fuerza.
Fernando Redondo, Almirante Brown, Gran Buenos Aires, 1969; estaba hecho en un molde y con un material único. A los pocos años se convirtió en el mejor cinco del mundo jugando en Real el Madrid y con el paso del tiempo probablemente en uno de los mejores cincos de la historia junto a Sergio Busquets.
Futbolista moderno de corte muy antiguo, Redondo controló todos los campos y campeonatos: Mundiales, Copas América, Copas de Europa, Ligas y Copas; y educó a muchos futbolistas, entrenadores, periodistas y aficionados que aprendían del juego viéndolo jugar. Tenía una cualidad añadida: hablaba tan bien como jugaba y siempre pensaba muy bien lo que decía: era un crack
Con él, se fue el último gran cinco que algunos hemos visto, porque Zidane usaba el cinco pero no lo era. Y es que el cinco no es un dorsal, es una posición, incluso una postura, una perspectiva, una condición y una especie: los cincos, como los dieces, nacen.
Pues bien, a los veinte años de retirarse nace un jugador que es la calca de su padre: Federico Redondo, hijo de Fernando y de la futbolera familia Solari, es el último cinco que ha nacido. Federico entusiasma a los principales clubes europeos confirmando que el futbol, se hereda.