Era la frase más peligrosa y la situación más hostil, desagradable y asquerosa que podía enfrentar un aficionado común y corriente de los años ochenta y noventa que asistía a un estadio de futbol: representaba una forma riñonuda de marcar territorio o mantener a raya en la tribuna a propios y extraños.
Una lluvia de meados, para acabar pronto y fácil, fue durante décadas el arma química utilizada para amenazar, evitar que la gente de adelante impidiera la visibilidad, reclamar una decisión arbitral o convertir los tiros de equina en un auténtico orinal.
¡Ahí va el agua! Con todo lo que significaba: salvajismo, altanería, fanfarronería, inmundicia y un baño intimidatorio, se volvió una de las principales razones para considerar los estadios de futbol como lugares incómodos, sucios, incivilizados y fuera de las leyes más elementales del buen comportamiento social.
Con el tiempo, los controles, la vigilancia, las cámaras que lo miran todo y el repudio general, los meados dejaron de llover con tanta intensidad; aunque se mantienen como parte de un estúpido y primitivo folclore, son cada vez más esporádicos.
Lo que no ha terminado es la violencia alrededor del juego en diferentes formatos: los insultos continúan, el acoso digital está de moda, las agresiones proliferan, las reglas no se respetan, los gritos prohibidos son amenazantes, los golpes son habituales y ahora, en un intento de superación criminal, un tipo apuñala a otro en plena tribuna durante un partido intrascendente en el que ambos “apoyaban” al mismo equipo.
Es triste aceptarlo, pero un sector de la afición mexicana ha heredado y potenciado los peores vicios de una cultura fundada en la falta de respeto a las leyes, la autoridad y los principios básicos de convivencia. ¿De esto tiene culpa el futbol? Por supuesto que NO.
El futbol es otro deporte que debe ser ejemplar, pero nunca ha sido ley ni la autoridad.