En el primer capítulo de Desobedecer (Taurus, 2018), libro comentado la pasada homilía, Frédéric Gros reflexiona sobre un pasaje de Los hermanos Karamazov, la última novela de Dostoievski, escrita en una época de incertidumbre política y agitación social en Rusia, publicada en 1880, unos meses antes de la muerte del escritor, el 9 de febrero de 1881. El pasaje es, tal vez, el más conocido de esta obra monumental sobre la lucha entre el bien y el mal, sobre los dogmas y la angustia de la libertad; se trata de “El Gran Inquisidor”, un poema (“soñado”) contado por el incrédulo y racionalista Iván Karamazov a su hermano menor Aliosha, un bondadoso novicio de 19 años, con quien se encuentra en una taberna; recuerdan episodios de su niñez, hablan de su hermano Dmitri, irascible y lujurioso, hijo del primer matrimonio de su padre, y se enfrascan en disquisiciones teológicas. Iván no cree en ninguna armonía superior ni considera a nadie con el derecho a perdonar los pecados de los demás. Aliosha lo contradice: sí existe ese ser —le dice—: “Puede perdonarlo todo, puede perdonar a todos y por todo, porque Él ha vertido su sangre inocente en bien de todos”.
Después de escucharlo, Iván le cuenta el poema soñado: la acción transcurre en el siglo XVI en España, en la ciudad de Sevilla, “en la época más aterradora de la Inquisición, cuando en todo el país a diario ardían grandes hogueras” en fastuosos actos de fe, realizados en nombre y para gloria de Dios. En ese lugar de hogueras crepitantes, “suavemente, sin ruido”, aparece Cristo. Quiere pasar inadvertido, pero la gente lo reconoce; conmovida por su presencia, sigue sus pasos, le pide bendiciones y milagros. También el gran inquisidor, un dominico “casi nonagenario, alto, de cara enjuta y hundidos ojos, en los que aún brilla un vivo fulgor”, lo reconoce, y lo manda prender.
En la noche, solo, alumbrado con una antorcha, visita a Cristo en el calabozo, lo amenaza con arrojarlo a la hoguera al día siguiente y lo increpa: “¿Por qué has venido a perturbarnos? Nos perturbas, sí, bien lo sabes”. No tiene derecho a hablar —le dice—, cualquier palabra de Cristo atentaría contra los principios de su propia religión, tan celosamente enmendados por la Iglesia. Le reclama haber rechazado, después de un ayuno de cuarenta días en el desierto, los “tres enunciados” (las tres tentaciones) del “Espíritu eterno y absoluto”: convertir las piedras en pan; arrojarse al vacío desde las almenas del templo, para ser salvado por los ángeles y probar ser hijo de Dios; y poseer todos los reinos de la tierra, con solo postrarse ante él. En el primer caso, imagina el gran inquisidor, el espíritu le habría dicho: “¿Ves aquellas piedras en el árido desierto? Conviértelas en pan y la humanidad seguirá tus pasos como dócil rebaño agradecido, temblando y temiendo, sin embargo, que si retiras tu mano pueda faltarles ese pan”. “Y Tú —lo recrimina el anciano— no has querido privar al hombre de la libertad. Te has negado a hacerlo, estimando que esa libertad era incompatible con una obediencia comprada al precio de unos panes. Tú replicaste que no solo de pan vive el hombre”.
El pasaje es intenso, deslumbrante, provocador: el gran inquisidor perorando furioso y Cristo callado, mirándolo comprensivamente. Al final, el dominico espera alguna respuesta del prisionero, algún reproche, pero éste, siempre callado, se acerca a él y lo besa en los labios marchitos. “Esa es toda su respuesta —dice Iván—. El anciano se estremece; se contraen sus labios, se dirige a la puerta, y abriéndola, exclama: ‘¡Vete; no vuelvas jamás… jamás!’ Y Él desaparece en las tinieblas de la ciudad…”.
—¿Y el viejo? —pregunta Aliosha.
—El beso recibido le abrasa el corazón, pero persiste en sus ideas —responde su hermano.
La dignidad humana
Cristo —dice Gros al comentar el poema— “desdeña convertirse en Señor de una Justicia que reparte los bienes, en Señor de una Verdad garantizada para todos y verificada objetivamente, en Señor de un Poder que subyuga y une. En una palabra, Cristo no quiere obediencia, exige que cada cual obre con esa libertad en la que, a su juicio, reside la dignidad humana”. El gran inquisidor, por el contrario, representa a quienes se empeñan en adueñarse de la libertad de los hombres, en volverlos dóciles y obedientes, crédulos y, supuestamente, felices. La libertad —consideran— es un fardo demasiado pesado para ellos, necesitan un guía, un líder, alguien a quien obedecer; necesitan pertenecer a un grupo, a un rebaño. La obediencia une, la desobediencia separa.
Para Hannah Arendt y Albert Camus, esta historia —señala Gros— es “una enorme provocación al pensamiento político, o más bien, incluso, un abismo”.
La libertad —según el gran inquisidor— amarga a los hombres, los llena de angustia, de dolor; por eso es necesario acotarla, desgarrarla, clausurarla.
Frédéric Gros ha hecho regresar al monje a las páginas de Los hermanos Karamazov, a la historia del gran inquisidor. Lo ha hecho pensar en quienes —en nombre de la felicidad de la gente— le arrojan pedazos de pan para ganarse su gratitud y aprecio, para conjurar la rebeldía. No quieren individuos sino un pueblo conformista, sin desavenencias. Un pueblo por el cual ellos deciden arbitrariamente, sin escuchar a quienes no coinciden con sus ideas, con su peligroso paternalismo.
Queridos cinco lectores, en el fragor de un sábado de incendio, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.