La cabeza, junto con el corazón, es la extremidad principal del cuerpo humano. Es en ella donde reside la fuerza vital, y la que posee la autoridad para gobernar, ordenar y esclarecer.
Ahí conviven la inteligencia, la sabiduría, la cordura y la locura. A través de la cabeza, hombres y mujeres son honrados con guirnaldas de oliva o castigados y deshonrados con espinas.
Ajenos a cualquier principio semiótico, algunos asesinos han sentido una atracción especial por las cabezas de sus víctimas.
Entre 1972 y 1973, Ed Kemper mató a seis colegialas en parajes solitarios. Posteriormente, transportaba el cuerpo correspondiente a la casa donde vivía con su madre, lo desmembraba y practicaba actos de necrofilia con la cabeza.
Un poco antes de que se entregara a la policía, Kemper se divirtió con la cabeza de su madre, a la que colocó encima de la televisión para arrojarle dardos mientras veía uno de sus programas favoritos.
Para el nativo de Vermont, Ted Bundy, las cabezas de las mujeres eran un mero fetiche. Autor de al menos 35 homicidios, que cometió entre 1973 y 1978, Bundy fue un asesino frío y despiadado.
Cuando comenzó su saga homicida en Seattle, golpeaba hasta dejar sin sentido a sus presas. Las llevaba a las faldas de la montaña Taylor, donde las disfrutaba antes de asesinarlas. Algunas las enterraba para su conservación en la tierra fría y a otras las colocaba desnudas en poses sexualmente explícitas. Cuando Bundy regresaba a su escondite, elegía uno de los cadáveres para violarlo.
Pero eran las cabezas el don más preciado de Bundy. Solo cercenaba las de las mujeres que realmente le agradaban. Ya en su casa las escondía y, cuando las necesitaba, las sacaba de la caja, lavaba el cabello con champú y maquillaba los pálidos rostros. Durante su frenesí sexual, no era extraño que las besara en la boca.
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