Mujer, encarnación de la sonrisa de Dios, dijo Sully Prudhomme. La mujer es el rayo de la luz divina, dijo Djalai Al-Din Rumi. Los dioses no han hecho más que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa, dijo Solón. Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo, dijo Napoleón. Las mujeres deberían ser segregadas, pues son causa de insidiosas e involuntarias erecciones en los santos varones, dijo san Agustín…
Y así, para bien o para mal (¿de ellas y de nosotros?), las mujeres siguen siendo misteriosas o siquiera imprevisibles, y solo se acierta a responder con algunas figuras e historias de la feminoteca personal.
Esa muchacha
Al final de la feria, adonde apenas llegan los latidos de la musiquita de charanga, entre los puestos del hombre serpiente y la mujer tortuga y el hombre de tres ojos y la echadora de cartas y el enano forzudo y la señora barbuda, hay un puesto en el que te cobran diez pesos por la entrada y por estar allí solo el tiempo de diez parpadeos, y entras y ves a la muchacha más hermosa del mundo y si al salir pagas mil pesos tendrás derecho a soñar con ella una noche cada siete años.
La magia del olvido
—No existirás ya más para mí ni para nadie —dijo Luisa a Pedro—. Te olvidaré tan intensamente que dejarás de existir.
Y lo olvidó tan intensamente que Pedro ya no existió más.
Pero, como Luisa ya era solamente un recuerdo de Pedro, a su vez desapareció del mundo.
Episodio conyugal
Aquella fría mañana de febrero llevábamos peleando media hora. Habíamos comenzado reprochándonos no sé qué cosas, pasamos a los sarcasmos, luego a los insultos velados, de allí a los insultos directos, y ahora, ya casi afónicos, nos lanzábamos palabras silbantes, atroces, irremediables.
Todo esto era desde hacía meses bastante cotidiano entre nosotros, salvo por un detalle que de pronto advertí.
—Pero, si tanto me odias —le dije—, ¿por qué llevas media hora abrazada a mí?
Me respondió:
—Solo porque aquí hay más calorcito.
Dos miradas
Después de que la desnudé con la mirada se veía de tal modo que inmediatamente la miré de nuevo para revestirla… con mucha más ropa.
Pandora
Se sospecha que la llamada caja de Pandora, ese cofrecillo del que, por haber ella imprudemente quitado la tapa, salieron la pasión, la locura, los vicios, el trabajo y aun la enfermedad, es decir la mayoría de los males de la humanidad, y se abatieron sobre el mundo, era en realidad el coño de Pandora.
La bella durmiente
Era sonámbula además de durmiente, y en las noches, a ojos cerrados, recorría el palacio hasta llegarse a las habitaciones de los guardias, o de los palafreneros, o de los jardineros, o de los cocineros y hasta la del bufón.
Y cuando el príncipe despertador la despertó con un beso, la bella le dijo, ruborosa, que solo a él le entregaría una cosa de mucho valor sin saber ella misma que eso estaba perdido desde hacía cuando menos tres años, dos meses y siete días.
Fellinianas
Federico Fellini filmaba con su cámara golosa a través de bosques de mujeres rollizas, anhelando pantallas cada vez mayores y más anchas que altas, pero siempre insuficientes, para instalar las redondeces femeninas, un pecho aquí, un vientre allá, un culo acullá, toneladas de pelotas y pelotones carnales, carne proteica y tumultuosa, una feria de labios gordezuelos, de papadas afodisíacas, de nalgas marmóreas o algodonosas, de bocas como ventosas, de piernas y muslos como tentáculos, y buscaba las actrices más grandotas y rotundas, las Sandras Milo y Magalíes Noeles y Anitas Ekbergs y Sarrasinas que con sus pechos y traseros totalitarios llenaran el horizonte visual, desbordaran la pantalla, obsesionaran al mundo entero, poblaran para siempre el harem de tus sueños, oh hipócrita espectador, mi semejante, mi hermano.
Rosa de Tokio
En el corazón de la selva de las Filipinas, avanzando penosamente por las sendas fangosas y culebreantes sin saber desde dónde los atacarían los furtivos, sinuosos, impacables representantes del Peligro Amarillo, los soldados estadunidenses oían en la radio portátil esa hermosa voz femenina, que, llegada del enemigo Tokio y entre piezas de swing y blues, les predecía en un inglés perfecto la derrota y el final de la gran potencia de Estados Unidos.
El comandante estadunidense prohibió que se escucharan las emisiones de Tokio, pues resultaban intensamente desmoralizantes para sus tropas, pero el soldado encargado de la radio, enamorado de la voz, la escuchaba a escondidas.
Y, siendo muy patriota, al final de la contienda el boy solicitó un consejo de guerra en el que se acusó a sí mismo de alta traición.