Cultura

Cuando éramos del país llamado Exilio

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  • José de la Colina

Estábamos en mi último año del Colegio Madrid: en 1947, y de ese año y de uno de cuyos dos edificios escolares, el del alumnado masculino, debe ser la foto que encabeza estas líneas, que casualmente hallé en internet y me ha recordado la riña con mi amigo Enrique Castillo.

Enrique era mexicano, hijo adoptivo de viejos residentes españoles, y hallábamos raro que esos "gachupines" lo hubieran puesto en un colegio de españoles "rojos". Él se asombraba de que llamáramos aceras a las banquetas y cerillas a los cerillos, y a nosotros nos divertía que él no distinguiera, en la pronunciación, entre "ir a la casa" e ir "a la caza", o entre "acecinar la carne" y "asesinar la carne", pero él y yo coincidíamos en ser vecinos del barrio de La Merced y en leer las novelitas de la serie Hombres Audaces (Doc Savage, el Hombre de Acero; Bill Barnes, el aviador jefe de la escuadrilla del Arco Iris; Pete Rice, el sheriff de la Quebrada del Buitre, etc.), que cada mes llegaban desde la Editorial Molino de Buenos Aires a los puestos de periódicos de la capital de México.

—¿De dónde eres?, me había preguntado Castillo una fría mañana mientras esperábamos el autobús anaranjado del colegio.

—Del Exilio, respondí.

—Pero si eres gachupín.

—No, gachupines son tus padr...astros; yo soy del Exilio.

—¡Yaaa, eso no existe!

—Me canso de que existe; está en los libros: exilio y exiliados.

—Pero si no eres gachupín y ese tal país que llamas Exilio no existe, entonces ¿qué eres?

—A ver, ¿y tú?

—Pues, ¡soy mexicano, mano!

—Ya sé, pero ¿de qué lugar de México eres?

—De Toluca.

—¿Y cómo les dicen a los de Toluca?

—¡Pssst, toluqueños!

—Ahí está: eres mexicano y toluqueño, y yo soy español y exiliado.

—¡Pero Toluca sí existe!

—También el Exilio.

—¡A poco!

—A ver: yo existo, ¿no?

—Pues quién sabe, mano. (Le di un pescozón, lo que él hubiera llamado un cocazo).

—¿Existo o no existo?

—Ay, cabrón, sí.

—Entonces ¿soy exiliado o no?

—Eres hijo de tu pinche madre, mano, ¡órale, ponle a los chingadazos!

Y hubo una riña a puñetazos que Enrique me ganó, pues por algo era medio hermano del pugilista Luis Castillo, El Acorazado de Bolsillo, y yo temía que me rompiera las gafas, que él llamaba los anteojos. Y, ya desfogados, continuó la amistad.

En ese entonces yo estaba orgulloso de ser un exiliado, y creía, como todo el exilio republicano español, que al terminar la guerra mundial caería el dictador Franco.

"El día que Franco muera —decían algunos mexicanos divertidos o enfadados con nuestro mito—, los refugachos, contentos por no tener ya que acortarse el dedo índice de tanto golpear las mesas de los cafés afirmando: ¡este año cae!, van a sacar del armario la botella de sidra y el turrón guardados tanto tiempo, y a vociferar jotas y repiquetear castañuelas celebrando la muerte del Caudillo por la Gracia de Dios".

Un recurso acostumbrado de periodistas sin tema del día era la fatigada broma de: "Vamos a dar a los refugachos españoles dos noticias, una buena y otra mala. La buena: que ha muerto Franco. La mala: que no es verdad".

De eso me acuerdo pero no de que la muerte del Generalísimo causara un general regocijo en los refugachos. Yo creo que aquel 20 de noviembre de 1975 fue para los exiliados un día triste. Era el fin del exilio, es decir de una condición heroica y romántica, de una especie de mártir aristocracia; y ahora el exilio se volvía anécdota, historia pasada. Franco moría demasiado tarde, moría sin que los españoles lo hubieran sometido a juicio y fusilado, y ese hecho (o, aun mejor dicho, ese no-hecho) instituía una deuda no cancelada de la Historia de España y la del mundo. Desaparecía Francisco Franco cuando durante tantos años, tantas décadas, habían muerto innumerables exiliados que inútilmente esperaron esa desaparición. No había habido ni justicia histórica, ni justicia inmanente, ni justicia poética o justicia a secas.

Desde ese día ser exiliado no significaba nada. Mientras Franco vivía, el Exilio antifranquista perduraba en su ser, en la ilusión de una condición sublime, en la aristocracia espiritual del perdedor con la frente alta; pero ahora resultaba que, por la force des choses, los exiliados ya eran los nuevos viejos residentes de la Transtierra, casi podía decirse que los nuevos gachupines... y, para mayor irrisión algunos se descubrían gachupines pobres.

Nos sentíamos desterrados hasta del Exilio, aunque algunos entre los chicos empezábamos a sentirnos mexicanos.

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