
Despeinada y un poco intransigente. Distraída y un poco desmañanada. Decidida y desprendida. Ella lee la primera línea del primer párrafo del primer libro que toma del primer estante, entrando por la derecha en la primera librería de Madrid. Ella cierra los ojos impalpables y deletrea que se eleva hasta sentarse en una terraza desde donde observa Madrid como Infinita Belleza: una libreta abierta sobre una mesa de cobre, con un café diminuto en tacita de porcelana clara y una estilográfica que poco a poco va deletreando la tipografía que ella misma redacta al leerse en el espejo de un inmenso parque recién llovido por sílabas.
Hay una suave música dactilar en cada página que respira. Ella es la Otra y misma de siempre que se memorizó a sí misma en un instante ya olvidado, perdido en mirada azul y cielo raso. Ella habla entonces —a la mitad de la librería más vieja de Madrid— las palabras que decía cuando sólo era personaje en tinta, empastada en lomos de cuero liso y suave al tacto de quien la mira tras el mostrador en un silencio cómplice y complicado, porque Uno no sabe cómo se cobran estos libros que entran de pronto por la puerta a leerse a sí mismas como quien intenta peinarse en un espejo finalmente comercial.
Recita como versos las palabras que deberían enumerar por nombre y apellido a los tiranos que nos acosan y a los plagiarios que rellenan las páginas de publicidad e imita las voces variadas de ella misma que cambian por horarios indeterminados hasta provocar una cascada de música barroca en las bocinas de la librería, nao oscilante que Ella mira desde arriba con ojo de ave, revoloteando sobre los barrios de siglos pasados y las casas viejas que se han reformado para comodidad de tantos exiliados.
Ella misma cierra el volumen que ya se tatuó en las palmas de sus manos manchadas de tinta y unas leves gotas de sangre. Ella sabe que no ha de pagar ni un céntimo por haberse encarnado sin aviso en el primer pasillo que le queda de entrada en la primera librería de Madrid, pues ella misma se desempolva los hombros para salir airosa a la conquista de la calle llovida donde ha de escribir la nueva novela de cada día.
Jorge F. Hernández