Así pasen los siglos, cada minuto en Cracovia es tiempo de belleza. Sean las sombras de los inviernos o la explosión de todos los colores en la luz de primaveras, esta ciudad se sabe bella. No lo niega, lo farda: va con la piel de sus calles expuesta al Sol y en cuanto llega el atardecer, convierte en curvas sus callejones, sus muros como párpados entrecerrados a punto de dormir. Dicen que su nombre viene del rey Krakus, el valiente caballero que —como un San Jorge— derrotó al dragón en el año 700, allí donde ahora quedan los restos del Castillo de Wawel. Otro dragón y otras historias son las batallas de ese rey Krak contra las legiones del Imperio Romano, pero lo que se quedó impregnado en el paso de las horas es que su reinado y su legado cayó en manos de su hija, Wanda.
De Wanda queda el montículo de Nowa Huta y el perfume femenino que impregna la belleza de esta ciudad que ha quedado intacta, incluso con el oleaje constante de los turistas. Es un milagro que, habiendo padecido invasión tras invasión, agresión tras agresión, Cracovia sea santuario intacto de fachadas en piedra, la plaza más grande posible para la memoria de los siglos, los empedrados de las calles como quien deja piedra a piedra el paso de las horas. La dama se defiende con el trompetazo que se escucha cada hora desde la torre Mariackí de la Basílica de Santa María; cada hora se marca el paso con una lánguida trompeta que provoca que todos alcemos la mirada (gran ocasión para el carterista furtivo) en una recreación de alerta, de despertar así sea en medio de la noche, pues uno nunca sabe ni qué tan cerca están las amenazas del rival en turno o el paso de las horas en otras partes del mundo.
Hay quien afirma sin razón que la Edad Media es sinónimo de aburrimiento y tedio. Nada más falso, cuando se vive en Cracovia la transfiguración del tiempo: los viejos juglares siguen vivos, aunque ahora toquen sus corridos medievales en guitarras eléctricas y son los mismos de hace siglos los saltimbanquis que reúnen público y más que sustanciosas limosnas en la inmensa plaza para bailar de cabeza, saltar sobre las manos y caminar hacia atrás como si avanzaran en su moonwalk de rotaciones constantes. Son viajeros del tiempo los borrachos de caras enrojecidas al filo de sus abismos que rondan los expendios de alcohol puro en altas horas de la noche, pues apenas amanece para ellos el cíclico milagro de su desahucio, sin ver el Sol jamás. Por allá rondan los fantasmas en uniformes napoleónicos y en un parque hay quien jura que se escuchan diálogos de espectros austríacos… o los uniformes grises y negros de oficiales nazis, tan Hugo Boss, tan de muerte y odio… y se escuchan los rezos en murmullo de 20 mil judíos que fueron martirizados aquí mismo en su barrio, a las puertas de su sinagoga o en los campos cercanos de la muerte, aún sembrados con sus cenizas y hay horas en que desfilan por la madrugada las caras embravecidas de los soldados soviéticos que entraron a Cracovia en 1945 para liberarla sin explicación ante todo el asombro por el milagro de su mayoría de calles y edificios salvados.
Hay quienes vienen ahora en peregrinación buscando la sombra del antiguo arzobispo de Cracovia que se volvió Papa con otro nombre y ahora santo en este mundo enrevesado donde parece que todas las horas pasan tan rápido que hay remansos en los cafés y en las muchas librerías precisamente para que no olvidemos las horas que transpiró un sindicato llamado Solidaridad, de donde surgió el primer presidente no-comunista de este país que sobrevive quizá porque pondera cada minuto que pasa, cada paso de horas y siglos. Quizá por lo mismo, Cracovia fue declarada Ciudad de la Literatura por la Unesco, porque uno no debe acelerar los párrafos que nos dan vida y uno no repara en la llegada del amanecer cuando se entabla un diálogo con personajes entrañables, en escenarios soñados y desenredando la trama y sus posibles desenlaces, tal como el tiempo sin tiempo en que uno atesora haber abrazado a la mujer más bella del mundo, besar a los hijos ya vueltos hombres o haber escuchado una conversación en silencio sobre otros empedrados… y atesorar el afecto inquebrantable de los amigos a primera vista, los amigos que así pasen las horas mantienen con uno la conversación intacta. Por todo eso, celebro venir a Cracovia para ver a mi amigo Abel Murcia, poeta de veras y traductor incansable de todo lo polaco. Vine a ver a Murcia en Cracovia, porque una ciudad que se lee al caminar se vuelve la página perfecta para confirmar que se vive donde se lee y uno escribe sobre calles sin tiempo los horarios sin fin de la verdadera amistad.