Cultura

Un "stroller" en La Habana

Hace dieciocho años que no estaba en La Habana, y ayer, otra vez, me eché a caminar por el Vedado. Caminé por él, por la Rampa, por la calle 21, por la K, por la F y por la Quinta, por el Malecón y por la Avenida de los Presidentes; en esa larga caminata, en ese apasionante strolling, vi elementos, situaciones, cosas que hace dieciocho años no estaban allí. En La Habana no había cajeros automáticos, no había billetes que sacar porque los cubanos usaban pesos y los turistas dólares; no circulaba —o no se veía por ningún lado— esa moneda intermedia que hoy se llama peso convertible, o cuc, o chavitos, y los turistas pagábamos con dólares o fulas. Tampoco había negocios particulares; todo era del Estado excepto algunas paladares, esos restaurantes que la gente emprendedora montaba en la sala de su casa y que hoy comienzan a convertirse en un negocio de corte, digamos, inconfundiblemente capitalista: el dueño de una paladar en la calle O’Reilly aprovechó el éxito económico de su negocio para montar otro en el edificio de enfrente y, de paso, capitalizar la salida de sus clientes con una flotilla, por lo pronto doméstica, de taxis que conducen, de momento, conocidos suyos.

Hace dieciocho años no había en La Habana ni aviones de Delta Airlines en el aeropuerto, ni Embajada de Estados Unidos, ni espesos tours de gringos caminando por las calles y disfrutando de los centros nocturnos y las paladares. Los habaneros no tenían teléfonos celulares ni los hoteles solían tener servicio de internet. Hace dieciocho años, para enviar desde La Habana un artículo como este, tuve que alquilarle su Olivetti a un vecino y después ir a un hotel de capital español para enviar a México mis dos cuartillas por fax. Hoy escribo esto, conectado al wifi del hotel, en un Samsung idéntico al que llevan los cubanos en el bolsillo, el mismo que lleva Wendy, o Yoisi, o Yumileidis, o Yipsi u Osieidys. La red es la salida al exterior: el mundo entra a la isla por wifi y los cubanos, que antes tenían que pescar las estaciones de radio de Miami para medio enterarse de lo que sucedía afuera, hoy no tienen más que conectarse a la red. Antes tenían que tirarse al mar en balsas para ver lo que había fuera de la isla y hoy todo eso les llega, sin tener que moverse de la isla, por fibra óptica. La primera vez que vine a Cuba hace unos treinta años, pensaba mientras hacía mi strolling por la calle 22, mis amigos de La Habana me pedían pilas para el radio y una amiga, que había llegado a la isla desde Praga en una promoción de un ministerio de su país, me pidió el libro de Cabrera Infante que iba yo leyendo para copiar, a mano en una libretita, algunas de sus páginas estelares. Hoy todo llega a la isla en “el paquete”, una memoria usb, que cuesta entre 1 y 3 pesos convertibles, donde un neohacker mete lo que el cliente le pida: la serie Homeland, temporadas completas de El chavo del ocho, porno duro o partidos de la Champions. Además de neohackers hay neohipsters, que empiezan a darle a algunas zonas del Vedado o de La Habana vieja un look modernillo como de la colonia Roma.

Hace dieciocho años en La Habana no había autobús turístico, no existían tiendas de discos y películas pirata, ni zapaterías con tenis Nike, ni los cubanos podían entrar a los hoteles y a los restaurantes como lo hacen hoy, ni tampoco había manera de poner en marcha esos miles de automóviles antiguos que estaban parados o a medio funcionar desde el año de la Revolución, y que ahora se han puesto a circular como taxis vintage, reparados y bien pintados. Viendo esos coches, y las lavadoras y las licuadoras de las casas, y los relojes y los elevadores, se llega a la conclusión de que, mientras en el resto del continente los aparatos son desechables, de usar y desechar para comprar otro igual pero más nuevo, aquí no se desecha nada: todo se conserva, se hace acopio de piezas, de destreza y de paciencia, para reparar los mismos aparatos de siempre.

Mientras hacía mi strolling por las calles del Vedado, asombrado por esa multitud de músicos de orquesta sinfónica desempleados que tocan son y bolero y chá chá chá en cafetines, en vestíbulos de hotel, en los garajes y en las esquinas; mientras me dejaba apabullar por aquel talento pensaba —y todavía sigo pensando—: ¿será que vivir al margen del mundo es imposible en el siglo XXI, por más que se viva en una isla?, ¿será la muerte de Fidel que vino al final de una prolongada ausencia?, ¿será que la isla va hacia donde parece que va? Los cubanos, qué duda cabe, ganan terreno en su propio país, pero ¿será que todo lo que Cuba fue va a terminar en una entrada triunfal, y a destiempo, del capitalismo de playa?

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Jordi Soler
  • Jordi Soler
  • Es escritor y poeta mexicano (16 de diciembre de 1963), fue productor y locutor de radio a finales del siglo XX; Vive en la ciudad de Barcelona desde 2003. Es autor de libros como Los rojos de ultramar, Usos rudimentarios de la selva y Los hijos del volcán. Publica los lunes su columna Melancolía de la Resistencia.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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