El ciudadano del siglo XXI quiere estar permanentemente conectado con los otros, por medio de una multitud de canales que carga en su teléfono. Se desenfunda el aparato, como hacían los cowboys con su pistola, y se teclea una sentencia, una idea o una opinión que inmediatamente será leída por decenas, o quizá miles de personas.
Cargamos en el bolso o en el bolsillo esa arma de comunicación masiva que nos permite entrar en contacto con el mundo pero, también, nos deja expuestos. Quien lleva el teléfono también va cargando un agujero por el que se escapa su información íntima y privada. Estamos permanentemente comunicados e involuntariamente comunicando, dejando a cada paso el chorro de datos, la versión electrónica del alma, que vamos perdiendo por el agujero.
El origen de todo es el antiguo teléfono, esos viejos aparatos de pasta negra que se enchufaban a la red con un cable pegado a la pared. En aquellos tiempos la pérdida de datos ocurría exclusivamente cuando se hablaba por el aparato y la sangría paraba en cuanto se terminaba la llamada. Luego la persona pasaba el resto del día gozando del privilegio de ser ilocalizable y con sus datos, íntimos y privados, a buen recaudo. La única forma que tenemos hoy de recuperar ese privilegio es prescindiendo del teléfono.
Pensaba en esto después de ver Deadwood, la película con la que David Milch trató de completar su serie que HBO dejó trunca y que es una obra maestra donde los diálogos oscilan entre Melville y Mark Twain. Ahí tenemos la escena fundacional, una cuadrilla trabaja poniendo los postes para llevar el cable telefónico a Deadwood, la gente acepta la imposición del nuevo invento sin saber que ciento cincuenta años después sus descendientes llevarán un agujero en el bolsillo por el que se les irá el alma. Pero Al Swearengen, el dueño del burdel del pueblo, percibe ese agujero y se resiste a poner un aparato de teléfono, “¿un puto teléfono en mi tugurio?”, se pregunta. Y responde con una sentencia lúcida que no está de más tener presente en nuestro tiempo: “no voy a perder el privilegio de ser ilocalizable”.