El físico y otorrinolaringólogo francés Alfred Tomatis nos descubre en uno de sus ensayos (“La nuit utérine”, 1993), la forma en que la voz de una madre llega hasta el feto que lleva en el vientre. Cada palabra que pronuncia esta mujer produce vibraciones en su espina dorsal que, a su vez, generan ondas en el líquido amniótico en el que vive plácidamente el feto. Cada palabra que pronuncia la madre va encadenada en una larga serie de palabras dichas con su voz, que tiene un sonido y una cadencia únicas, una música, personal e intransferible, que cimbra el saco amniótico para consuelo y delicia del feto.
La vida empieza con esa música que produce la columna vertebral de la madre, cada quien lleva en la memoria el soundtrack de su gestación y cada vez que habla esa mujer que nos trajo al mundo algo de aquella noche uterina vibra dentro de nosotros.

El poso de esta música femenina que acompasó nuestra etapa fetal, se va enlazando con la enorme diversidad de piezas musicales que escuchamos a lo largo de la vida y que nos hacen vibrar como, en el origen, lo hacía la espina dorsal de esa mujer. Además ese poso, nuestro humus musical, nos adentra en las propiedades curativas de la música, que los antiguos griegos conocían y aprovechaban, y tenían rigurosamente identificadas, con dos términos específicos: euthymeín (aliviar el ánimo) y parathálpo (recibir aliento).
“La música nace cuando el grito se allana, se somete a tiempo y a número, y en lugar de irrumpir en el tiempo se adentra en él”, dice María Zambrano (El hombre y lo divino, 1955). Es la espina dorsal de la mujer la que allana, somete y vuelve música el grito, a la vez que nos señala por dónde tenemos que integrarnos en el río del tiempo.
Para arropar estas consideraciones transcribo un misterioso axioma del filósofo Gaston Bachelard: “hay una geometría que mide y otra que sueña”.
La espina dorsal femenina como instrumento musical debe apreciarse desde el punto en el que coinciden las dos geometrías: la que mide y la que sueña.