P.T. Barnum, el más grande empresario del Freak Show en Estados Unidos, se convirtió en uno de los hombres más ricos de su país exhibiendo, en un museo de su propiedad, toda clase de baratijas. Por ejemplo una sirena que en realidad era un cuerpo de pescado al que había añadido una cabeza disecada de mono. Lo mismo hacía Barnum con un falso gigante fosilizado, con un Ave Fénix espuria y con un macaco estándar que se presentaba, también con un documento de por medio, como el auténtico e irremplazable eslabón perdido.
La falsedad de las piezas era muy evidente y, sin embargo, los neoyorquinos del siglo XIX hacían unas colas larguísimas para entrar al museo. Barnum, que para hacer negocios era un tigre, explicaba este fenómeno con una descarnada máxima: “cada minuto nace un idiota”. Y gracias a esta legión de idiotas, decía, mi negocio ‘crece cada día’.
Yo eché mano de esta breve teoría económica del amo del Freak Show para que el personaje de una de mis novelas se abriera paso en un negocio que estaba proyectando y, al calor del élan narrativo, este personaje espumó la máxima de P.T Barnum y la situó en otro plano: “si la gente no fuera idiota el mundo sería ingobernable”.
De todo esto me acordaba mientras leía La verdadera vida (Malpaso, 2017), un diabólico libro, disfrazado de manual para la juventud, donde el filósofo francés Alain Badiou pasa revista, aunque quizá debería decir pasa a cuchillo, a la humanidad occidental en general, y a la juventud en particular, pero también al poder, a la democracia, a las instituciones y al vacío que han dejado las ideologías en el siglo XXI, un vacío muy conveniente y sobre el que deberíamos reflexionar con seriedad: ¿a quién le conviene este vacío?
“Vive sin idea. Es por ello que desde hace cuarenta años se habla de la muerte de las ideologías (….) Sé el animal humano que eres, lleno de pequeños deseos y sin ninguna idea”, escribe Badiou. Esos pequeños deseos concedidos que ocupan el espacio donde deberían desarrollarse las ideas, se asientan en la ley del mercado, cuyo corazón es la adolescencia. Esta ley orilla al adulto a la infantilización, lo invita a comprar mercancía ad hoc, juguetes electrónicos, deportivos, mecánicos. “El sujeto que comparece ante la mercancía debe seguir siendo un niño que desee juguetes nuevos. Ante los regalos sociales y electorales debe seguir siendo un estudiante obediente y estéril”, nos dice Badiou. Y aquí ya podríamos hacer otra variación de la máxima de P.T. Barnum, ahora en una máxima de teoría política: si la gente no fuera como “un estudiante obediente y estéril” el mundo sería ingobernable. El mundo está cambiando lentamente, pero de forma imparable y continuada, desde el Renacimiento, poco a poco han ido cayendo costumbres, creencias, instituciones, tabús, hasta llegar al momento en el que nos encontramos ahora, que queda perfectamente ilustrado por unos cuantos números que nos presenta el filósofo: “Un 10 por ciento de la población mundial posee el 86 por ciento del capital disponible. Un 1 por ciento tiene el 46 por ciento de este capital. Y un 50 por ciento de la población mundial posee exactamente nada, un 0 por ciento”.
La estabilidad del planeta descansa, de acuerdo con el filósofo, en el 14% que proporciona “la tropa pequeñoburguesa de seguidores sin la cual el oasis democrático no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir”.
Estamos sentados en un polvorín que apacigua el mercado, porque condena al adulto que podría revelarse “a la eterna adolescencia consumista y competitiva”. “¿Qué quiere el monstruo capitalista?”, se pregunta Badiou: “que compremos los productos del mercado y que nos quedemos tranquilos”, y esto también, por cierto, es lo que quieren los gobiernos de los Estados y el 1 por ciento de la población mundial que posee la mayoría del capital, mientras la tropa pequeñoburguesa del 14 por ciento sostiene el edificio gracias a una generosa dosis de obediencia, de esterilidad, de infantilismo, de consumismo, de ausencia de ideas y, ¿por qué no?, de la idiotez que con tanta grosería, y tanto tino, proponía P.T. Barnum.
“Una vida sin idea, una vida estúpida; subjetividad exigida por el capitalismo mundializado”, así pinta Badiou a la generosa tropa pequeñoburguesa que todo lo resiste. Si en Occidente existiera una gran multitud de lectores este libro de Badiou provocaría una revuelta pero, para tranquilidad de todos, esa multitud no existe, los que leen son cuatro gatos y el resto está distraído esperando la llegada del nuevo iPhone.